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EN EL ÚLTIMO CAPITULO:
Encerrada dentro de la ilusión de Afrodita, Perséfone necesita de toda
su fuerza de voluntad para salir de ella y descubrir el horror que en realidad la
rodea. Un horror del que siente culpable y que tiene raíces enroscadas en el pasado.
Desde que llegó
a la organización de Hades, la mayoría de las noches Perséfone tenía pesadillas
y despertaba entre sudores fríos, intentando escuchar alguna respiración en la
oscuridad de su dormitorio que no fuera la suya. No encendía la luz. Si Hades
estuviera allí no podría verlo de todas formas así que permanecía muy quieta,
en silencio. Aguantaba la respiración y soñaba con un suspiro, con un aroma que
nunca percibía. Era un mal sueño. Estaba sola.
Entonces se regañaba por desear que sus pesadillas se hicieran realidad.
Se levantaba a medianoche y se duchaba, como si el agua caliente pudiera
llevarse todos sus remordimientos por el desagüe. Intentaba desenredar sus
rizos frente al espejo empañado de vaho, percibiendo su figura borrosa. «¿Qué
estoy haciendo? ¿En qué me he convertido?»
Ya no le sonaba extraño el nombre que había escogido: Perséfone. Ya se
giraba cuando la llamaban por él.
Casi todos los reclutados por Hades habían tomado nombres de los mitos
del inframundo. Nombres que los definían. La organización no buscaba crear un
infierno de dolor y demonios, sino impartir justicia. Hades era un juez
implacable que escarbaba en el alma de los hombres y los condenaba por sus
acciones equivocadas. Era duro pero ecuánime. No se enfadaba, nunca mostraba
ira ni odio. Si lo sentía lo guardaba muy bien detrás de esa capa de
imparcialidad que lo cubría. Él no cometía crímenes sino que ejecutaba
sentencias y Perséfone se preguntaba todos los días cuando le tocaría el turno
a ella. Sin embargo, él no lo sabía ¿por qué no miraba en el fondo de su alma,
como hacía con los demás? En algunos momentos el temor a que eso sucediera se
apoderaba de ella, en otros los remordimientos hacían que lo deseara, aunque
supusiera una condena que no estaba segura de poder afrontar.
Escogió el nombre de Perséfone soñando ser algo más que un miembro útil
de su organización y él la convirtió en su mano derecha. Ella era el brazo que
ejecutaba sus sentencias. Mataba con el pulso firme, sin dudar ni temblar.
Nunca cuestionaba las decisiones de su señor y él no dudaba de su fidelidad. La
confianza era tan intensa que no veía el monstruo en que se había convertido.
«O tal vez siempre he sido así». La imagen que Hades tenía de ella estaba tan
emborronada como la que ahora le ofrecía el espejo. Él nunca había comprendido
la dualidad del nombre, que se debatía entre la oscuridad y la luz, cruzando el
límite cada cierto tiempo, conforme aparecían los recuerdos o resurgían las
esperanzas. Ambas le producían remordimientos. Había abandonado a sus hermanos,
estaba traicionando a su señor. ¿Cómo podía servir a la justicia?
«No sirvo a la justicia. Lo sirvo a él. Nada más».
Se había pasado la vida intentando pasar desapercibida y lo lograba. Era
extraño, Hades se había vuelto invisible pero en el fondo se mostraba mucho más
que ella. No tenía rostro pero no era necesario, con la voz, con el sonido de
su respiración ya era suficiente. Ella en cambio se enroscaba dentro de sí
misma y, aunque era visible, nadie sabía cómo era. Esa era la verdadera
invisibilidad. «Puedo desaparecer sin dejar de ser yo misma… pero él querría
dejar de ser él, romper con su pasado como si nunca hubiera existido. Pero no
lo conseguirá, porque quiere que Tracy vuelva a ser como antes y ese deseo lo
ata a todos esos recuerdos de los que quiere alejarse».
Hades destruiría todo lo que quedaba de ese pasado, lo haría pedazos y no
sería por venganza, sino por justicia. Todo quedaría reducido a cenizas excepto
esa mujer que le recordaría siempre quién fue antes de desaparecer. Había sido
él quien escogió su nombre en clave: Afrodita, y quien la había puesto en manos
de Perséfone. «¿Por qué confía en mí?». Tracy Swoop había sido su nombre real,
pero ya nadie lo utilizaba. Perséfone era la única que se resistía a usar el
alias, se decía que era por sentido práctico, porque Tracy aún no se había
acostumbrado a su nuevo nombre y no respondía a él. Lo cierto era que tenía
miedo, porque podía borrar del todo su conciencia y transformarla en otra
persona.
«Hades quería que volviera a ser la de antes, pero eso es imposible. ¿En
qué la estoy transformando? ¿Qué está perdiendo por mi culpa?»
Eso no era lo que debía preocuparla, lo que importaba era lo que ganaba
él. Apaciguaría su conciencia. Al devolverle todo lo que había sido, Hades
podría estar en paz.
«Y yo puedo equivocarme. Y las cosas pueden salir bien».
Perséfone no tenía muy claro si intentaba engañar a los demás o engañarse
a sí misma. Si era lo segundo no lo conseguía del todo.
Era la primera en llegar al laboratorio y cuando Tracy entraba siempre la
encontraba abstraída sobre la mesa, haciendo cálculos y con media docena de
extraños aparatos a su alrededor. No se saludaban. Tracy se sentaba a esperar a
que ella levantara la cabeza e hiciera ver que se había dado cuenta de su
presencia. En realidad la sentía desde el primer momento y se notaba rígida
sabiendo que la mirada de aquella mujer estaba clavada en su espalda.
No eran amigas. Al principio, Tracy intentaba hablar con ella, pero al
ver que sus comentarios no tenían respuesta había dejado de hacerlos. Se
sometía a cada sesión con paciencia, aguantando el dolor que debía sentir.
Había sufrido ya tanto que un poco más no parecía importante y la recompensa
podía ser muy grande si todo salía bien. Era un nuevo tratamiento al que se
sometía, otro más. No intentaba ocultar que estaba muy nerviosa.
La esperanza de volver a recuperar su antiguo rostro la hacía sonreír.
—¿Podrá la gente volver a mirarme a la cara? —era la única pregunta que
había hecho. Perséfone le había dicho que sí y ella no había preguntado nada
más. Si tenía que pagar un precio prefería no saber cual era.
Lo había visto en muchas ocasiones, gente que prefería olvidarse de las
consecuencias a tener que afrontarlas como si así desaparecieran del todo. Y
entendía a Tracy: era un monstruo. Todos apartaban los ojos de su rostro y no
lo hacían con desprecio sino con lástima lo que era mucho más doloroso. Ella
veía cómo le hablaban mirando un punto que estaba a su espalda o con la cabeza
gacha mirándose los pies. No lloraba al comprenderlo, pero se retraía como si
se avergonzara, como si ella tuviera la culpa de lo que le había sucedido.
Hacía mucho que no era capaz de mirarse al espejo.
Tracy había deseado ser más valiente y admiraba a la mujer que iba a
devolverle todo lo que había perdido en el incendio de las oficinas QI, del que
había sido la única víctima. Perséfone no sonreía ni le daba ánimos, pero sí
clavaba los ojos en los suyos, era la única que se enfrentaba a su rostro
deforme. Aunque le desagradara, se obligaba a hacerlo. Tracy estuvo a punto de
preguntarle alguna vez por qué lo hacía, pero no se atrevió. Habría sido más
fácil si fueran amigas. Si la científica no hubiera puesto un muro delante de
ella que nadie podía atravesar.
Si Tracy hubiera sabido lo que sentía Perséfone seguramente se habría
horrorizado. Los sentimientos de apoyo que creía sentir de su parte no
existían; lo que veía era solo la obligación que se había impuesto. Tenía que
contemplar cada resquicio de realidad para saber si ella era capaz de
transformarla. Al mirar aquel rostro quemado Perséfone sentía que debería
compadecerla, pero no era capaz de hacerlo. Compadecía a Hades, que sufría al
pensar que era el causante de ello, pero no era capaz de compadecer a Afrodita.
Sí, Afrodita.
Nunca supo el momento en que empezó a llamarla así. Se decía que era
porque todos usaban ese nombre y resultaba más cómodo, porque Hades deseaba que
la llamaran así, una nueva mujer emergiendo de la antigua. Y funcionaba.
Afrodita empezó a crear pequeñas ilusiones y su rostro se entusiasmaba al ver
cómo las señales de cicatrices desaparecían. Había empezado por las manos, el
lugar que mejor podía ver y controlar. En ocasiones no lo lograba del todo y se
veían como dos imágenes superpuestas, la ficticia y la real. El rostro de
Afrodita sufría al ver que no conseguía controlarla y la realidad terminaba
superponiéndose. Entonces sí lloraba, porque creía que no lo lograría nunca.
—Lo conseguirás. Aún nos queda mucho camino —el torpe consuelo de
Perséfone no le servía de mucho y se quedaba callada durante algún tiempo,
mirándose las manos. O quizás mirando algo que no existía, que solo estaba en
su mente. Después de un rato abstraída se tranquilizaba, pero no volvía a la
realidad hasta que la llamaban con insistencia. Le costaba enfocar la mirada
cuando volvía, como si despertara de un sueño.
Caronte la ayudaba en el experimento y contemplaba esos momentos de
abstracción con el ceño fruncido. «¿Intenta concentrarse?» sugirió Perséfone,
él estuvo de acuerdo aunque ella no estaba del todo segura. Tracy desaparecía
porque Afrodita la estaba devorando. Quizás fuera lo mejor para ella. Una mujer
nueva cuando no se podía recuperar a la antigua. «Solo obedezco órdenes», solía
decirse. No tomaba ella las decisiones, pero era imposible que Hades las tomara
si no le daba toda la información.
No había sido capaz de advertirle de los peligros del experimento aunque
lo animaba a acudir al laboratorio y también llamaba la atención de Caronte
sobre cada señal extraña que percibía. Los momentos en los que Afrodita se
perdía en su mundo invisible eran cada vez más continuos, pero los dos hombres
no le dieron importancia. Veían los avances, cómo la ilusión era más real a
cada día que pasaba y la sonrisa de Afrodita ya no era un rictus amargo sobre
un rostro deforme. Perséfone era la única que comprendía que estaba perdiendo
la razón.
Ni siquiera ella se daba cuenta y en sus momentos de lucidez le daba las
gracias. Perséfone sentía deseos de gritarle, de pedirle que no se fiara de
ella. Que sí, era capaz de comprenderla, pero no la apoyaba. ¡No lo había hecho
nunca! «¿Es que nadie se da cuenta? ¿Nadie es capaz de ver que la envidio?»
Las noches se hacían cada vez más largas y los días de trabajo más duros.
Perséfone se miraba al espejo y se veía pálida y ojerosa. Y tenía dudas,
¡tantas dudas! ¿Y si se equivocaba? ¿Y si Afrodita se abstraía precisamente
para crear las imágenes que dentro de poco verían todos? Las ilusiones nacían
de su interior y todavía no era capaz de sacarlas fuera. Parecía tan lógico.
Todos habían aceptado la explicación. Ella también quería creerlo para que los
remordimientos desaparecieran, pero a lo más que llegaba era a fingir que lo
creía. Seguía adelante. Afrodita recreaba cada vez con más certeza su antiguo
cuerpo. Las imágenes superpuestas casi no se distinguían, la imagen real era
ahora tan borrosa que parecía la falsa. Hades estaba satisfecho y eso era lo
único que la alegraba. Perséfone había dejado de tener pesadillas porque ya
prácticamente no dormía, daba vueltas en la cama todas las noches sin conseguir
conciliar el sueño.
«Yo soy el verdadero monstruo», pensaba. No llevaba cicatrices en el
rostro, como Tracy, las suyas estaban en el alma y nunca podría crear ilusiones
que la ocultaran si alguna vez alguien se decidía a mirar dentro de ella. Sus
compañeros se habían sorprendido de lo fácil que le resultaba disparar, de la
frialdad con la que ejecutaba las sentencias de Hades, sin sentir
remordimientos. Y era tan sencillo. Porque todas esas muertes eran justas. Lo
terrible lo estaba haciendo allí, porque Afrodita no había tenido juicio ni
condena, ni siquiera había hecho nada por lo que pudiera merecer un castigo.
«Hago lo que me han pedido», se justificaba mientras veía cómo los lazos
que ataban a Afrodita con la realidad se iban haciendo más tenues cada día. En
el laboratorio conseguía acallar los remordimientos pero de noche, en la
oscuridad de su habitación, le subían por la garganta hasta que casi no la
dejaban respirar. Y se decía que pararía. Que hablaría con Hades. Que en el
fondo no deseaba hacerle daño.
«No la odio por lo que es, la odio por lo que yo no soy».
Y al día siguiente buscaba a Hades, pero las palabras se atascaban en su
garganta antes de salir. Él preguntaba cómo iban las cosas intentando no
parecer preocupado, aunque lo estaba, y ella no era capaz de empañar su
esperanza con dudas. «Necesita tanto hacer algo por ella. Dejar de sentirse
culpable. Y yo puedo equivocarme, tal vez lo que percibo es lo que desearía que
sucediera pero no lo que ocurre en realidad. Tengo que seguir adelante. Por él»
Y lo intentaba. Era dura con ella, la reprendía por cualquier error, la
animaba a continuar más allá de sus fuerzas y Afrodita obedecía sin rechistar.
Los avances eran asombrosos en las últimas sesiones, tanto que todos
contemplaban entusiasmados el exterior sin preocuparse del interior. Había
momentos en los que Caronte fruncía el ceño, pero no llegaba a decir nada. Una vez,
una sola vez, Hades preguntó por la extraña mirada de Afrodita.
—No sabemos cómo puede estar afectando todos estos cambios a su mente
—respondió Perséfone—. Tal vez no sea capaz de asumirlos.
—No lo creo. Podrá hacerlo.
Hades hervía de optimismo y confianza. Todo se hacía conforme a su deseo,
como el dios que aparentaba ser. Perséfone se tragó sus dudas, pero no era
capaz de fingir un entusiasmo que no sentía. Ni siquiera tenía claro si deseaba
que el experimento saliera bien o que fracasara. De todas formas no pensaba
sabotearlo, haría todo lo que pudiera para cumplir los deseos de su señor. Y
los remordimientos de él se calmarían gracias a los que a partir de ahora
sufriría ella.
Merecía la pena. Por él. Merecía la pena.
Cuando aquella mañana llegó al laboratorio Afrodita ya estaba allí,
sentada en una silla, con los ojos bajos, mirándose las manos. No levantó la
cabeza cuando Perséfone la saludó, aunque hizo un movimiento que hacía ver que
la había oído. La transformación era ya completa, los cabellos seguían siendo
rubios pero tenían un brillo inusual, en su rostro no había rastro de
quemaduras y, al mismo tiempo, los rasgos se habían afinado. Tracy había sido
una mujer hermosa, pero Afrodita lo era mucho más. Caronte había aplaudido el
resultado. Hades no pronunció ni una palabra cuando la miró, era imposible
saber si había quedado contento pero Perséfone sabía que sí, que estaba
sonriendo satisfecho. No podía ver su rostro pero lo sabía.
Aquella noche ni siquiera intentó dormir. Se quedó horas en el baño,
contemplándose en el espejo y los gritos que oyó no la sorprendieron. Se
incorporó despacio y salió al pasillo cuidando de llevarse el bolso. Estaba
desierto, aunque a lo lejos se escuchaban los pasos de gente corriendo. Ella
avanzó hacia la dirección en la que se oían los gritos, pero lo hizo muy
despacio. El sonido provenía de la habitación de Afrodita, pero no era su voz
la que chillaba y eso la desconcertaba un poco. Esperaba encontrarse con una
mujer histérica, que temblaba de miedo por los monstruos que creaba su propia
mente, que quizás revivía una y otra vez el incendio que la había destrozado.
No podía saberlo y, en el fondo, tampoco quería descubrirlo pero sentía que era
su obligación ir.
Giró en el pasillo y se encontró con que todo había cambiado. La moqueta
que alfombraba el suelo había desaparecido y ahora era de mármol blanco, muy
frío. Perséfone caminaba sobre él descalza. Muy propio de ella haberse acordado
de coger el bolso pero no de calzarse. Las paredes también habían cambiado y, cuando
llegó al dormitorio de Afrodita, le pareció que entraba en un templo. ¿Todo eso
lo había hecho ella? ¿Hasta dónde alcanzaba su poder? En el suelo de la
habitación había dos hombres que aparentemente se habían desmayado, Afrodita le
pedía ayuda a un tercero, que se inclinaba sobre ella, dejando que la mujer se
apoyara en él. Afrodita lo rodeó con los brazos, ajena a la gente que la
observaba desde la puerta, sin decidirse a entrar. Entonces el hombre comenzó a
gritar. Era dolor, se retorcía en un abrazo del que no podía librarse. ¿Qué le
ocurría? Porque Perséfone no veía nada. Afrodita no hacía nada.
«Lo está haciendo, solo que no me deja verlo».
—¡Afrodita! —Perséfone dio un paso, entrando en la habitación, metiendo
la mano en el bolso y sacándola desnuda. La extendió hacia ella, Afrodita podía
cambiar la realidad a su antojo, pero ella podía sorprenderla con lo que no
veía.
—¡Suéltalo, Afrodita!
Su aspecto era aún más impresionante que en el laboratorio, como si a
cada hora que pasara su poder aumentara y pudiera recrearse más perfecta. Y no
era Tracy, la mujer que tenía delante no era la que había visto en las
fotografías, se parecía pero no era ella. Tracy ya no existía.
Era como si no la oyera, Perséfone oía más pasos a su espalda, murmullos,
pero nadie más había entrado en la habitación. «Somos ella y yo». Afrodita
soltó entonces al joven, que cayó al suelo inconsciente, como los demás. Se
volvió hacia la puerta, pero no la miraba a ella. Sus ojos estaban clavados en
algo que había detrás. Perséfone no se volvió porque sabía qué era lo que
estaba observando. La presencia que había llegado y ante la cual todos se
apartaban. Si se giraba ella tampoco lo vería, solo el casco, la ropa con la
que daba forma a su cuerpo invisible, sus ojos rojos y siniestros como carbones
encendidos.
No dijo nada, a su lado, Caronte intentaba justificar lo que había
ocurrido.
—Ha enloquecido… Sin duda ha sido un efecto secundario, no había forma de
preverlo —decía. Perséfone sabía que no era cierto, sí podía haberse previsto,
ella lo había hecho. Habían sido los demás los que no se habían dado cuenta.
Ella podía haber detenido el proceso en cualquier momento… O tal vez no la
hubieran dejado, tal vez Afrodita habría querido arriesgarse.
«Se ha convertido en lo que deseaba ser. En realidad, ha sido todo un
éxito». No podía decirle eso a Hades, habría sido demasiado cruel. Ella era
capaz de ser cruel, pero no con él. Permaneció en silencio, con el pulso firme
apuntando a Afrodita. Esperando la señal que le pidiera que disparara.
—¿Qué haremos ahora, mi señor? No sabemos de lo que es capaz —preguntó
Caronte y Hades contestó sin que en su voz hubiera el menor atisbo de
sentimiento.
—La cuidaremos. La protegeremos como hasta ahora. Es nuestra obligación
—dijo él.
Nada había cambiado. Tantas noches sin dormir, tantos remordimientos para
que nada cambiara; habían sustituido un monstruo por otro. Y habían destruido a
Tracy en el proceso. ¿Qué era mejor? Un rostro que no puedes mirar, o uno que
te devora. Tampoco tenían ya elección, no había vuelta atrás.
—Quizás sufriría menos… —Caronte no llegó a terminar la frase, pero
miraba fijamente la mano de Perséfone. Ella no dudaría. Lo estaba deseando.
Afrodita dio un paso hacia ella y esta vez sí la miraba.
—Me has ayudado tanto. Gracias.
—No des un paso más —dijo Perséfone, pero Afrodita no le hizo caso, se
acercaba. Su voz había sonado tan parecida a la de Tracy, que le había dado
tantas veces las gracias. Avanzó otro paso y Perséfone retrocedió uno,
intentando mantener la distancia. Era ridículo que contra más se acerara, más
dudara de su puntería.
—La cuidaremos —afirmó Hades, de nuevo.
«Toda la vida. Vas a seguir preocupándote por ella toda la vida. Maldita
responsabilidad. Maldito incendio. No es justo. Se ha vuelto loca. Podría haber
muerto. Ojalá hubiera muerto Habría sido lo mejor para todos».
—La cuidaremos —repitió Caronte, aceptando las palabras de su señor,
aunque su tono indicaba que no estaba seguro de que fuera la decisión correcta.
No iba a cuestionarlo. Nadie cuestionaba a Hades.
Perséfone disparó.
Afrodita abrió mucho los ojos cuando sintió la bala clavarse en su pecho.
A la altura del corazón. Perséfone nunca fallaba un disparo. Se miró un segundo
y cayó al suelo. Todo se desvaneció. El suelo volvió a estar enmoquetado, el dormitorio
volvió a ser el lugar pequeño y acogedor que era antes y el hombre que estaba
en el suelo tenía toda la espalda desgarrada, Afrodita le había arrancado la
piel a tiras con su abrazo.
Hades no dijo nada, tampoco miró a Afrodita, contemplaba en silencio a
Perséfone, como si la estuviera midiendo. Caronte se acercó a Afrodita y
aguantó la repugnancia que le producía su rostro real para reconocerla.
Respiraba.
—Es un sedante —aclaró Perséfone ante el desconcierto de su compañero.
Hades lo sabía, ni por un momento se había preocupado. En el fondo a Perséfone
le habría gustado que no tuviera esa confianza ciega en ella, que hubiera
dudado, que la hubiera dejado disparar pensando que Afrodita iba a morir.
Sentir que no le importaba que muriera.
«Sí le importa. Es su responsabilidad».
¿Solo responsabilidad? ¿O se estaba engañando a sí misma? «Solo
responsabilidad».
Hades la hizo salir de la habitación, mientras sus hombres se ocupaban de
todo. La pistola volvía a estar en el bolso, sus manos vacías. Sabía lo que
Hades quería preguntarle y le respondió antes de que él dijera nada.
—Creo que es irreversible. El proceso de crear las ilusiones ha dañado el
cerebro. Ahora no es capaz de distinguir la realidad de lo que ella misma crea.
Podemos intentar…
No serviría de nada y él pareció entenderlo.
—¿Es feliz?
Fue lo único que preguntó y Perséfone sintió que el dolor de ese hombre
era mucho más terrible que el que pudiera sentir ella misma. Y no tenía ninguna
forma de confortarle, ninguna. Le mintió.
—Sí, es feliz.
A veces deseaba que él no confiara tan ciegamente en ella.
A veces deseaba que él no confiara tan ciegamente en ella.
7 comentarios:
Wow! Fantástico! Que intenso! Creo que Raelana ha captado perfectamente los matices de la extraña relación que une a estos tres trágicos personajes. No puedo más que quitarme el sombrero... Chapó!
Mola, ¿eh? :D
Me ha encantado!!! Lo he leído por casualidad (porque pedían mi opinión) pero no me ha defraudado!!! Así que cuenta con que seguiré con la historia... ahora tengo que empezar por el principio!!! :)
Prueba también Los Caídos, en los que se cuenta el origen de esos tres personajes :)
¡¡Gracias!!! :D :D :D
Este capítulo ha quedado genial, hace un receso para que la historia de Persy se asiente y reposemos de ella, pero a su vez cumple otro papel y es redondearnos a nuestra heroína. A mis ojos ha quedado humana, ahora entiendo cada vez más ¿El por qué dejo la organización y la razón de que Afrodita anhele hacerla sufrir?
En este capítulo quien gana es Persy. Noto también otra cosa, y es que Rae estaba más cómoda, este capítulo es más fluido, me atrevería a decir que disfruto mucho al escribirlo. Por su parte, el arte esta genial.
Lo cierto es que fue uno de los que más me costó, es de los capítulos más trabajados, pero era necesario para entenderlas a las dos.
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