Perséfone 002: La visión de lo invisible, parte 2

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EN EL NÚMERO ANTERIOR:

Tras una precipitada huída de Ernépolis, Perséfone se ve obligada a recuperarse en una vieja armería. Allí empieza a rememorar su pasado, lo que la lleva a la conclusión de que debe regresar a su antiguo hogar y zanjar asuntos que por mucho tiempo han quedado pendientes.

***

Cuando Perséfone vio la colonia Bludgor desde la nave de pasajeros en la que se estaba aproximando no tuvo ninguna sensación de déjà vu, y mucho menos de regreso al hogar. Cuando se marchó del que había sido su mundo natal no miró atrás, y tampoco regresó nunca en todos los años que había estado ausente.

Nunca hasta ese momento, claro.

¿Por qué volvía a aquel lugar? ¿Miedo a morir sin arreglar cuentas con el pasado? ¿Nostalgia? No hacía más que pensar siempre que nada la ataba a aquel lugar, que ya no era la misma persona que entonces, y no lo volvería a ser jamás.

Lo segundo era cierto, incluso aunque ella no lo pensara. La ley se encargaría de que así fuera, metiéndola en una celda para el resto de sus días.

Lo primero era falso, y lo sabía muy bien. Claro que había algo que la ataba a aquel lugar. Un lazo muy fuerte, una cadena de hecho.

Familia. Hermanos.

Y nunca había pensado de otra manera. O si no, nunca hubiera mandado aquellos sobres anónimos llenos de qins a rebosar, nunca habría realizado esas transferencias desde cuentas seguras facilitadas por la organización, nunca habría mandado aquel estúpido unicrono, ese gran descubrimiento convertido en juguete social, para que llegara el día del cumpleaños de Jacob. Había mucho de sí misma aún allí, sin duda, y cuanto antes lo admitiera, antes podría reconciliarse con su pasado.

Nada más aterrizar en el espaciopuerto, situado en el hermoso pero desolado desierto periférico del sur, lo primero que la llamó la atención fue el descontento. Había rostros huraños por todas partes. Era lógico, pensó. Bludgor había sido uno de los mundos involucrados en la Guerra de las Ocho Colonias, aunque no de los peores parados, pues se limitó a firmar un armisticio con la Tierra y ahí acabaron a efectos prácticos todas las represalias. Sin embargo el peso ideológico que eso conllevaba era poco menos que inmenso. Esos mundos buscaban independencia, buscaban autodeterminación, y seguir atados al planeta central era poco menos que una humillación para ellos.

Su historia, en cierto modo, se parecía a la de su propia colonia natal. Lazos poderosos la ataban también a su pasado, y era incapaz de romperlos. En parte, porque no estaba segura de querer hacerlo.

Tomó un bus deslizante hasta el centro de la ciudad, maleta en mano, bolso bien agarrado. Como de costumbre, parecía ser lo que no era en absoluto: una mujer normal, anodina incluso, una recién llegada con la intención de pasar unas vacaciones, o cerrar un negocio, o, quién sabe, visitar un amante, huir de un matrimonio roto. Todas esas circunstancias eran ya caminos cerrados para Perséfone. Esa no era la vida que había elegido para sí misma. Alguien se cruzó en su camino y lo cambió todo por completo.

Aunque ella sabía que de hecho todo cambió mucho antes, aquel día fatídico. Pero no era aún el momento de rememorar otra vez el inalterable pasado.

Bludgor era una colonia unicívita, es decir, con un solo núcleo urbano de importancia, que ascendía a poco más de trescientos mil habitantes. Aun con tan escasa población los recursos no abundaban, y los problemas sociales de otros lugares más superpoblados estaban allí presentes pero a una escala más reducida, entre los que se incluían crimen de baja ralea, amplias desigualdades sociales y económicas, corrupción a todos los niveles y racismo y xenofobia, entre muchos otros. La ciudad, del mismo nombre que la colonia, gozaba de abundantes zonas casi laberínticas, conglomerados de calles a sólo tres niveles (de calle, superior e inferior), en contraste con los múltiples niveles superiores de lugares como SKF o múltiples niveles inferiores como la infame Partenópolis Zero. Era una buena ciudad, si uno sabía andar por los lugares adecuados o, más bien, si uno tenía la suerte de nacer o trabajar en ellos.

Cuando ella llegó, sin embargo, el mal olor fue el primer indicativo de que las cosas andaban agitadas por allí. Toneladas de basura formaban infectos montículos por todas partes de la ciudad, llenos de toda clase de insectos de las colonias, especies autóctonas en muchos casos, pero en otros polizones a bordo de toda clase de naves espaciales. Agarró un periódico del suelo, pues al igual que en Ernépolis allí todavía se estilaba la prensa física, y comprobó que aquella dejadez insólita se debía a una huelga de basuras convocada en protesta por sanciones a los trabajadores públicos para que se pagara con su dinero el coste en naves y armamento llevados a cabo por el departamento de defensa de la colonia durante la guerra. La huelga, de hecho, era extensiva a más servicios, y si aquello continuaba los ciudadanos de Bludgor, lejos de levantarse contra los suyos propios, no tardarían en hacer bloque común y negarse a pagar la deuda. Perséfone lo sabía bien. No en vano, había sido una habitante de aquel lugar.

Se respiraba tensión, por tanto. No tanta como en Ernépolis y otras bombas de relojería urbanas de la Tierra, pero sí la suficiente como para que nuevamente, su presencia allí fuera inadecuada. Pero en aquella ocasión se informó a fondo, no fue a ciegas como en su visita más reciente y anterior. Nada había pasado allí que la vinculara a ningún crimen, propio o de antiguos compañeros de correrías. Nada salvo su propio pasado, claro. Pero Bludgor siempre fue un lugar que evitó a toda costa, en el que tenía la terrible y extraña sensación de estar frente a un espejo que no le devolvía la mirada. No se le ocurría una manera mejor de describirlo. Lo suyo era la ciencia, no la literatura. Y con todos los años que llevaba fuera del circuito de investigación quizás ya ni eso, siquiera.

Empezó a llegar al fin a los lugares conocidos, los que suponían la verdadera prueba de fuego. Aquellos en los que cada esquina traía un recuerdo, no, una distorsionada información del pasado, pensó, que no quería evocar bajo ningún concepto. Lugares en donde la protagonista fue otra persona, no ella, alguien a quien empezaba a considerar una completa desconocida, cuyo nombre ni siquiera quería pronunciar o escuchar en voz alta. Lugares donde su rostro no era una máscara vacía, donde podía significar algo para quien lo viera de pasada.

Se paró frente a la que fue su casa, la casa de sus padres, la casa donde se hizo cargo de sus hermanos. Un agradable edificio, de placas modulares típicas de las colonias, en distintos tonos y colores, dotando de vida lo que sólo debía ser un desierto muerto que jamás conocería atisbo alguno de humanidad. Sorprendía que una asesina hubiera podido vivir en un lugar así.

Pero esa era la estampa que ofrecía en el pasado, pues frente a Perséfone, en ese momento, estaba mugroso, descolorido, oxidado y en ruinas.

Su primer castigo divino por ir a donde nunca debió retornar. Su antigua casa abandonada, perdida, desmantelada. El barrio, finalmente, se había echado a perder del todo. Estúpidos arquitectos precoloniales, pensó. Zonas llenas de residencias espolvoreadas por toda la ciudad, perfecto para generar territorios inhabitables y llenos de pandilleros por el medio. Y luego, cuando intentaron recuperar esos guetos que había que evitar a toda costa, ya era demasiado tarde.

En todo caso Perséfone, si bien era humana, no era una melancólica. Su casa ya no era un hogar ni lo sería jamás, podía asumirlo. Pero eso la dejaba sin pistas sobre dónde podían haber ido a parar sus dos hermanos.

Comenzó a caminar por el barrio en busca de alguna tienda que estuviera ahí antes de que ella se marchara. Finalmente encontró que la frutería seguía siendo la misma de siempre, así como su dueña. Era sorprendente que hubiera podido continuar con el negocio aun a pesar del embargo de comestibles al que la colonia había sido sometida durante la guerra.

Entró y miró fijamente a la señora. Sabía quién era, pero no recordaba su nombre, lo mismo que le pasaba a ella también. ¿Qué hacer en ese momento? ¿Cómo empezar una conversación que en realidad sólo mantenía por interés?

—Hola —dijo al fin, como si no estuviera convencida de lo que estaba haciendo.

—Hola —contestó la frutera, reponiendo el género, tal como estaba haciendo antes de que ella llegara.

—Parece que el barrio se ha echado a perder.

—Muchas cosas se han echado a perder en este tiempo.

Perséfone la miró inquisitivamente. ¿Se refería a ella? ¿O estaba tan paranoica acerca de ser juzgada que veía dobles significados en toda frase que escuchaba?

—¿Qué fue de mis hermanos? ¿Tiene alguna idea?

—¿Sus hermanos? Ya, se refiere a ese chaval de muñequeras de pinchos y al otro chico corpulento que siempre iba con él.

Perséfone se limitó a asentir con la mirada.

—Hace ya mucho que dejé de verles. Luego escuché que uno de ellos murió.

Perséfone no dijo nada. No reaccionó. En realidad no sabía qué decir, qué preguntar. Todo lo que se le ocurría le parecía tan obvio que sólo esperó a escucharlo de boca de su interlocutora, sin tener que rogar por saberlo.

—No sé qué le pasó, ni tampoco qué ha sido del otro. Lo siento.

—No se preocupe —se limitó a contestar Perséfone. Toda clase de amenazas surgieron en su cabeza, eco de días pasados. Amenazas vagas, carentes de significado. Sólo expresión de su furia, de su propio patetismo emocional e incapacidad de encarar la verdad de sus actos.

Cuando abandonas tu mundo, éste también te abandona a ti.

Salió de la tienda mirando por todos lados, como si buscara fantasmas. Aún llevaba la maleta, aquel maldito fardo que empezaba a sentir como si fuera la bola de un recluso, símbolo de la condena que estaba empezando a cumplir. No tenía apenas pistas de cómo saber más de su hermano —pensar en sólo uno fue como una punzada de dolor que ignoró al instante—, pero un terrible instinto, un instinto de su yo actual, no de su yo del pasado, la dirigió por lugares en los que buscaba la confirmación a una sospecha que esperaba no tener que encontrar.

No era muy lejos de allí. Cuatro calles arriba, dos a la derecha, una cuesta larga, un parque. Es sorprendente lo fácilmente que uno puede llegar al Este del Edén cuando conoce de memoria el camino.

Ella no quería visitar ese lugar. Ese parque asqueroso, marchito, decadente y decrépito de columpios destrozados, que ya era así tiempo atrás y no había mejorado su condición, agravado si cabe con más y más repugnantes y horrendas pintadas, y los montones de basura, perennes en cada esquina, pudriéndose al igual que sus últimas esperanzas de redención.

No tardaron en aparecer. Tres. Por la espalda, por supuesto. Muy valientes, los de su ralea. Siempre en busca de cebos bien elegidos.

Perséfone sólo mataba por órdenes, y nunca por dinero. Aquellos tipos no merecían, por tanto, un trato especial.

Se giró y metió la mano en el bolso.

—¿Qué vas a hacer, nenita? —preguntó el más osado—. ¿Vas a sacar un spray o algo así? ¿O un teléfono, tal vez?

La mano salió lentamente del bolso. No hacían falta demasiados trucos con esos sujetos.

Apuntó con una mano vacía al que estaba hablando. Los otros dos se rieron. Siempre lo hacían.

—¿Estás loca, tía? ¿Qué pretendes, cachondearte de nosotros? Nadie se burla de los Puñales del Desierto. Te rajaré la cara por eso.

Perséfone no contestó a la amenaza. Se limitó a permanecer en su posición durante cinco segundos. Sólo hizo un breve comentario.

—Bang.

Y después de eso disparó.

El tipo cayó al suelo, herido en el hombro, igual que un saco de patatas. El sonido estaba amortiguado, oculto por un hábil y también invisible silenciador. Sólo un hilillo de humo que nacía en la nada, bastante por delante del dedo de su atacante, evidenciaba la realidad de lo que había sucedido. Los otros dos la miraron y abrieron los ojos como platos. Su sudor era como perlas que anticipaban la victoria.

Uno de ellos no se quedó siquiera, y salió huyendo como cerdo que se aleja del matadero. El otro sacó un enorme cuchillo.

Y entonces fue cuando Perséfone sintió el miedo.

No miedo a su rival, ni miedo a poder ser herida. Ni siquiera miedo a la situación, a tener que enzarzarse en una pelea que pudiera quedarle grande si llegaban refuerzos.

Tenía miedo de sí misma, y del recuerdo que acababa de eclosionar en su mente. Oculto, escondido, y que duró apenas unos segundos, pero que rememoró en su plenitud, como a veces ocurre con los pensamientos involuntarios del siempre caprichoso cerebro.

***

Como le había dicho a Kain, las clases terminaron pronto aquel día para Pat en la facultad, y pudieron dedicarse de lleno a experimentar en su despacho, que hacía las veces de laboratorio. Cuando llegó todo estaba listo, con los ampliadores ya preparados y los discos de prueba en posición.

Sabía que Kain podría ser un buen estudiante, si lograba alejarle de las pandillas. El experimento, sin embargo, no arrojó los buenos resultados que hubieran podido esperar. Algunos de los discos no desaparecieron, y otros lo hicieron de manera sólo parcial. De éstos, además, la imagen que vieron los dos hermanos en las zonas ocultas no fue ni mucho menos la de la mesa, sino algo que desafiaba por completo toda descripción, disonante y llena de tonos imposibles, en ambos casos muy similar para sus dos cerebros. Pat pensó que ya sólo eso era algo digno de estudio y apuntó los parámetros, pero cuando trató de documentarlo comprobó que, como imaginaba, la cámara registró, simple y llanamente, un disco de madera completo sin ninguna clase de tara ni anomalía.

La noche cayó sobre el despacho, así como sobre el ánimo de los dos hermanos. La hora de regresar a casa había llegado.

En el camino de vuelta, a lo largo del nivel subterráneo, en uno de los trenes deslizantes, Pat trató de hablar con su hermano para distraerle y que se olvidara de sus problemas con los pandilleros, pero descubrió que, salvo de sus trabajos de investigación, había poco más de lo que podía hablar con él. La charla saltó informalmente de un tópico a otro sin que llegara a asentarse en ninguno. Hablaron de la colonia, de sus vidas y expectativas, de su hermano Jacob. Finalmente llegaron a su parada y ahí se detuvo la charla.

Mucho después Pat se daría cuenta de que esa sería una de las últimas conversaciones agradables que tendría en toda su vida, y la última en aquella colonia.

La parada quedaba aún un poco lejos de su casa y tenían que rodear un parque echado a perder que quedaba a varias manzanas, pero al estar cuesta abajo el trayecto se realizaba deprisa. El gobierno había prometido que ampliaría las rutas de trenes, pero era más fácil y barato contentar a los potenciales votantes con expectativas que con resultados.

En el resto del camino no cruzaron apenas palabras. Kain estaba nervioso; tal vez, pensó Pat después, porque de algún modo sentía que algo malo iba a suceder.

Dos pandilleros se cruzaron en su camino. Frontalmente. Detenerse en seco era la opción automática, y al mismo tiempo la peor posible.

—¿Quién es, Kain?—dijo uno de ellos, escupiendo al suelo.

—¿Tu piba? —contestó el otro.

—Largaros —fue la respuesta instantánea de Pat. Ella misma se sorprendió de ser tan contundente.

—Vaya, ahora nuestro amigo Kain es un calzonazos. Nos largaremos, de acuerdo. Pero antes, Kain, tienes que hacer una cosa para nosotros.

Silencio. Pat miró alrededor. Las calles estaban nada sorprendentemente desiertas.

—Saca tu cuchillo y rájala.

—Piensa bien dónde —dijo el otro—. Si te pones blando, os mataremos a los dos aquí mismo.

Kain estaba callado, y callado permaneció. Se limitó a mirarles, sin decir nada, hasta que finalmente rompió su mutismo.

—¿Dónde queréis que lo haga? —dijo tomando aire.

—Depende del respeto que quieras imponernos. Los que se creen unos valientes lo hacen en la entrepierna. Los verdaderos líderes lo hacen en los ojos, y luego se la tiran y rematan la faena.

Pat estaba paralizada, pero no movió ni un músculo. No sabía qué pretendía Kain, pero estaba claro que en ese momento él tenía el control de la situación.

—Dadme un cuchillo —ordenó.

—¿Qué pasa con el tuyo?

—Me lo quitó la poli. ¿Tienes uno o no?

—Aquí tienes —dijo el otro pasándole uno de repuesto, con una hoja corta pero extremadamente fina y delgada—. ¿Y ahora qué?

—¡Ahora dejadnos en paz! —gritó Kain lanzándose a por el que acababa de hablarle, pero un hecho imprevisto le detuvo. Su hermana le tiró al suelo mientras gritaba que no lo hiciera, y el cuchillo salió disparado a suficientes metros como para que no pudiera ya suponer ninguna clase de ayuda.

—¿Qué has hecho? —protestó Kain.

—No lo hagas, no seas como ellos. Tú vales más que eso —fue la única explicación de Pat.

Los dos matones, aun incómodos por lo que acababa de pasar, se envalentonaron.

—Tiene agallas la señorita. Deberíamos ofrecerle a ella ser de los nuestros, y no a este niñato de aquí. Por ahora, señorita, tendrás el placer de ser apuñalada por mí mismo… sin navaja.

—¡No! —gritó Kain, al que el otro había inmovilizado en el suelo. No tardaron ni dos segundos en hacer lo propio con Pat.

Lejos de dejarse hacer, Pat se resistió con uñas y dientes, lo que la valió un puñetazo en pleno rostro. Sus manos dejaron a su atacante y se aferraron compulsivamente al bolso, como si fuera su asidero para no caer en el abismo. Empezó a notar cómo saltaban los botones de su blusa, cómo trataban de romper su falda. Sus manos buscaron compulsivamente en el bolso, tratando de aferrarse a una esperanza, una oportunidad.

Encontraron algo. Algo plano, largo y afilado. Algo metálico, que en ese momento suponía su salvación, pero a largo plazo, supondría su perdición.

Lo sacó con mucha lentitud. Tratando de que no lo viera su atacante, de que le pasara desapercibido.

Que desde su punto de vista fuera poco menos que un arma invisible.

—Te va gustar —comentó el violador tanteando sus bragas con la mano.

Fue lo último que dijo. El cuchillo de Kain, el mismo que Pat llevaba en el bolso, se hundió en su estómago. La elección no fue arbitraria. Pat sabía que la agonía por apuñalamiento en esa zona era infinitamente más dolorosa.

Giró el mango. Retorció. Hundió el arma. Todo lo que, con lágrimas en los ojos, se le ocurrió hacer para que sufriera lo máximo posible.

Aquella fue la primera vez que Pat Fisher mató a alguien, y la última que lo haría con un arma blanca.

El violador frustrado cayó al suelo. No estaba muerto, pero no tardaría en estarlo. El otro tío se quedó pálido. Ni siquiera trató de escapar. Aflojó la presa sobre Kain y les dejó marchar sin decir una sola palabra. Por respeto, por miedo, eso nunca lo sabría ni siquiera él mismo.

Una vez en casa, cuando Jacob les vio entrar, la ropa de Pat desgarrada, su primer impulso fue decir:

—Dime quién ha sido y yo mismo le mataré.

Pero Pat sabía que no lo decía en serio, que era producto de la rabia, del deseo de justicia. Sin embargo, no podían recurrir a la policía. Se había ensañado. Ensañado por completo. Defensa propia, podían alegar. Pero ¿y si no la otorgaban el beneficio de la duda? Peor aún, si la encarcelaban, ¿quién cuidaría de sus hermanos?

Pero había un motivo oculto, uno que ella misma no pudo contar a ninguno de sus dos hermanos. Algo que la impedía por completo hablar con la policía.

En ese momento, al tener el cuchillo en la mano, por un fugaz instante había disfrutado con la idea de estar a punto de utilizarlo.

***

Perséfone miró el cuchillo de su atacante como si fueran las garras del mismísimo Diablo.

El recuerdo afloró en su interior. En ese mismo lugar, un millón de años atrás. Cuando aún era vulnerable, aún era débil. Usó uno de ellos para matar a un pandillero, para proteger a su hermano. O eso era lo que se dijo en aquel entonces. Hacía mucho que no volvía a pensar en aquel suceso, tanto que lo había olvidado.

Desde entonces tenía fobia a las armas blancas. Detestaba su presencia. No porque la produjeran aprensión, ni temor alguno. Porque la recordaban que hubo un momento que cambió su vida para siempre, que la destruyó por dentro y la hizo nacer otra vez. Que el camino pudo haberse bifurcado a una ruta distinta.

Que no era tan dueña de su destino como ella misma pensaba.

El caso es que Perséfone odiaba los instrumentos de trabajo con filo. Eran su punto débil, su talón de Aquiles. Ya hacía tiempo que había elegido métodos más asépticos, menos agresivos. Aunque también tenían sus desagradables consecuencias. Un disparo mal efectuado producía mutilaciones y deformaciones que serían la envidia de cualquier incendio en condiciones. Una bala al cuello era igual de generosa en chorros de sangre que un corte limpio a la carótida o alguna otra arteria principal.

Pero ella era una gran tiradora. No apuntaba a sitios cualesquiera, y nunca a la ligera.

No necesitaba a aquel tipo, pero tampoco quería dejar muertos que pudieran ponerla en problemas. Y al mismo tiempo, tal vez imbuida por un sentido de justicia propiedad de su anterior señor, quería sacar a un desecho humano de las calles.

Apuntó al fémur y disparó. La pierna se convulsionó como si la hubiera implantado dentro un explosivo retardado. Ese tipo andaría con muletas para el resto de su vida.

Se acercó al herido en el hombro y le miró con desdén. Estaba lo suficientemente consciente como para escuchar lo que tenía que decirle. Dejó la maleta en el suelo y se puso frente a él, erguida, aún apuntándole con su arma invisible.

—Háblame de Kain Fisher —fue todo lo que dijo.

—¡Vete al infierno, puta!

Perséfone le disparó al hombro sano. Sin pestañear ni cambiar la expresión. El tipo se retorció en el suelo como una cucaracha sin cabeza.

—Empecemos de nuevo. Háblame de Kain Fisher.

—Es… es uno de los nuestros —se limitó a contestar el tipo, con los dientes rechinando del dolor.

De modo que su sospecha era cierta. Jacob había muerto, Kain seguía vivo. Todo un crisol de emociones nuevas la embargó, y no supo cómo sentirse, ni cómo lo hubiera hecho una persona normal en esa situación.

—¿Dónde está?

—No lo sé…

—Alguna idea tendrás…

De repente un instinto arraigado de manera firme en ella, un sexto sentido altamente desarrollado con el paso de los años, la avisó del inminente peligro. Sacó la mano que no sostenía el arma del bolso, donde había estado todo ese rato, se giró, apretó un botón al aire y mostró la palma, desnuda y desprotegida sólo en apariencia.

Escuchó un ruido, un violento choque de metal contra metal, y notó cómo algo caía al suelo. Algo que no podía ver.

Invisible, inapreciable a su mirada.

Tanteó con el pie mientras miraba al frente. Un cuchillo, un puñal tal vez. En todo caso, no iba con la intención de herirla, sino de pasarla de largo, pero su escudo desplegable lo interceptó por ser bastante amplio.

Frente a ella estaba la persona por la que andaba preguntando. Seguía llevando el pelo rubio y largo, así como todas esas muñequeras de pinchos en los brazos, contrastando con una camisa semiabotonada y remangada. Al cuello llevaba, además, un colgante: una K mayúscula atravesada en vertical por un puñal.

—Cuánto tiempo, Pat —se limitó a decir Kain, quieto, con los dedos arqueados, como si sostuviera variados puñales, invisibles a la desnuda mirada.

EN EL PRÓXIMO NÚMERO:

Kain Fisher entra en escena, pero no es el único que regresa a la vida de Perséfone… Además de eso, conoceremos más detalles que la llevaron a convertirse en lo que es. Todo ello, en la tercera parte de ‘La visión de lo invisible’.

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2 comentarios:

WilliamDarkgates dijo...

Un giro realmente asombroso.

Magnus Dagon dijo...

Muchas gracias, me alegro que te haya molado :)

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