Perséfone 005: El fuego que regresa (I): Ascuas

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EN EL NÚMERO ANTERIOR:
La intervención de Hades da un resultado inesperado al enfrentamiento de Perséfone con Kain. Se rompe el único lazo que la seguía ligando con su organización, que dejará de perseguirla. Al mismo tiempo, la brecha que la separa de su hermano aumenta y ve cómo es posible que se haya convertido en su peor enemigo. Es el momento de reflexionar y crearse una nueva vida. Y, quizás, dejar atrás a la mujer en la que se ha transformado.

***

La vuelta al hogar no le había traído más que la constatación de que ya solo le quedaban recuerdos. Le hubiera gustado encontrarlo todo tan cambiado que sintiera estar paseando por una ciudad desconocida pero reconocía los lugares aunque fueran distintos, sin tener del todo claro si realmente habían cambiado o si es que su recuerdo los había deformado, transformándolos en algo que nunca habían sido.
Intentaba recuperar su antigua vida, sin saber si en realidad era una buena idea o si intentaba convencerse a sí misma de que lo era. Si se marchaba rompería el último lazo, Kain no podría encontrarla si la buscaba. Y sabía que en algún momento lo haría. «Quizás ya sea demasiado tarde para estar aquí, cuando ya no me necesita», pensaba. Era habitual que hiciera las cosas a destiempo, que tomara decisiones que no tuvieran ninguna lógica. «Solo es más fácil». Sus intentos por buscar a su hermano no habían dado ningún resultado.
De nuevo tras los muros de la universidad todo se veía igual a como lo había dejado, pero ella ya no era la misma, no se sentía como si hubiera recuperado las viejas alpargatas del fondo del armario sino como si llevara zapatos nuevos que le apretaban. O como si las viejas zapatillas se le hubieran quedado estrechas y, aunque les tenía cariño, le costara andar con ellas. Ni siquiera terminaba de sentirse a gusto en su viejo despacho, ahora libre del polvo que se había acumulado durante su ausencia; la placa con su nombre relucía en la puerta pero Perséfone la miraba y no se reconocía. Patricia Fisher. ¿Era ella? A veces sentía que nada de lo que la rodeaba era real.
Cuando eso sucedía se acercaba a la ventana y la abría para fumarse un cigarrillo; a través de ella no distinguía los imponentes edificios de la universidad sino un pequeño trozo del jardín del campus, con el césped bien recortado y un árbol que apenas había crecido durante su ausencia. Los estudiantes se sentaban allí y reían sin darse cuenta de que ella los observaba. ¿Por qué se sentía extraña? Tenía la oportunidad de hacer mejor las cosas. Sin embargo la Patricia que volvía no era la que se había marchado y la vida a la que intentaba amoldarse ya no existía. El pasado no vuelve. Lo que tenía delante de ella era nuevo e incómodo.
Se frotó los ojos, un gesto instintivo de cuando llevaba gafas. El mundo se veía distinto a través de ellas, no necesariamente más nítido. En algunas ocasiones sentía que al quitarse las gafas lo que había hecho era abrirse al mundo que antes no llegaba a percibir. Se había convertido en otra persona, aunque los rostros de sus conocidos se emborronaban cuando se acercaban a ella. «Por eso me gusta que mantengan las distancias», pensaba, porque al estar lejos los veía bien. Al principio, cuando empezó a hacer prácticas de tiro, estaba convencida de que en realidad no servía de nada ver la mano agarrando la pistola, que lo importante era el objetivo en la distancia.
Ni siquiera hacía falta ver la pistola.
Ahora esa parte de su vida había quedado atrás aunque no hubiera desaparecido, permanecía latente para cuando volviera a encontrarse de nuevo con Kain mientras sus pies la llevaban ellos solos hasta su despacho todas las mañanas. Se detenía un momento delante de la puerta y leía su nombre en la placa dorada, ese nombre que no terminaba de reconocer. Su cuerpo recordaba los antiguos caminos, tenía la suerte de impartir las clases en las mismas aulas que antes y podía dejarse llevar con la seguridad de que acabaría en el lugar correcto. Abría la carpeta y no necesitaba leer sus notas. Sin las gafas las letras se emborronaban, pero no había vuelto a ponérselas. Dejaba que su voz hablara sin apoyo y sus alumnos no se daban cuenta.
¿Estaba esperando a Kain como se decía? O necesitaba volver a una vida tranquila, en la que no llevara una pistola en el bolso ni se inquietara por cada sombra que veía detrás de ella.
—Profesora Fisher —el alumno se había acercado por la espalda y Perséfone no pudo reprimir el sobresalto. Tuvo que pensar que ese era su nombre antes de girarse hacia el joven que la llamaba. No lo reconoció y eso la hizo sentirse aún más fuera de lugar. Todos sus alumnos eran desconocidos. ¿Con cuántos de ellos había hablado hasta ahora? ¿De cuántos podía recordar el nombre? Dejó que el muchacho la condujera hasta el césped donde un grupo de alumnos se reunía bajo un árbol escuálido. Levantó la vista y se fijó en el edificio de profesores, delante de ellos. Buscó la ventana de su despacho, desde allí no se distinguía si había alguien tras los cristales.
Los alumnos le hablaban de un posible proyecto para su clase que necesitaría la aprobación del rector. Se los veía algo nerviosos al pedirle que los apoyara y ella intentaba concentrarse y escucharlos, aunque le costaba mantener la mirada fija en ellos. Ahora volvía a ser Patricia Fisher, Perséfone había quedado atrás. Había abandonado el infierno y regresaba a la luz. ¿No era ese su destino? Y bajo la luz, estaba condenada a echar de menos el infierno.
«No es tan fácil dejarlo todo atrás», pensó. Levanto la vista y contempló el viejo edificio de profesores, pequeño y modesto, tan diferente al enorme y nuevo edificio del rectorado. Era como una caseta de perro delante de una gran mansión y, sin embargo…
Se agachó un segundo antes de que todo estallara. No le sorprendió la explosión, la esperaba. Era como si siempre hubiera estado ahí. Los cristales haciéndose añicos, su antiguo despacho, su vida tranquila saltando por los aires. Los jóvenes se pusieron de pie, asustados. El edificio estaba ardiendo y la gente corría asustada, avisando, gritando. Salían de todos los edificios invadiendo las zonas al aire libre como una plaga de insectos. De todos los edificios menos del que estaba en llamas. En unos minutos todo se volvió caos, humo y confusión. La gente se alejaba en lo que llegaban los servicios de emergencia y les hacían sitio para que pudieran trabajar. Los profesores indicaban a los alumnos que se marcharan y el miedo solo se veía aliviado porque parecía que no había nadie en el edificio de profesores. Bendecían la casualidad. ¿Lo era? Pat Fisher podría haber pensado que sí, que había tenido mucha suerte… Perséfone no. Los jóvenes se alejaron de ella conforme las llamas se elevaban cada vez más alto. «Esto no lo esperabais ¿verdad? Cuando os pidieron que me alejarais de mi despacho con ese proyecto absurdo. No os recuerdo a ninguno porque es mentira. No estáis en mi clase».
Ella fue la única que mantuvo la tranquilidad y se quedó bajo el árbol, sintiendo el calor del fuego que amenazaba con extenderse a los edificios colindantes mientras los operarios acordaban la zona con tal eficacia que parecía como si también ellos lo hubieran estado esperando. Tal vez era así.
«El infierno viene a buscarme», pensó Perséfone, sonriendo.
 ***
Horas después el incendio había sido controlado, los alumnos evacuados y las clases suspendidas. La mayoría de los profesores se habían marchado a sus casas, pero unos cuantos aún continuaban allí, apiñados tras el cordón de seguridad, preocupados por todo lo que había ardido; muchos tenían allí dentro toda una vida de estudio.
—Ha sido una suerte que no hubiera nadie en el edificio —comentaba alguien mientras Perséfone intentaba pasar desapercibida entre ellos.
—Pero todo el material que ha ardido… será una pérdida incalculable —le respondía otro.
—¿Cuándo nos dejarán entrar?
—Aún no han terminado de apuntalar, cuando no haya peligro. Me pregunto dónde nos trasladaran mientras lo reconstruyen.
—Dicen que nos harán sitio en el rectorado.
—Ya veremos, seguro que instalan un aula prefabricada como cuando se incendió el laboratorio.
—¿En qué piensas, Pat? —la voz de Martin, uno de sus compañeros, dirigiéndose directamente a ella hizo que Perséfone volviera a la realidad. Sus ojos dejaron de contemplar a los operarios y se giró hacia su interlocutor. Pensaba en que cuando se disipaba el humo las cosas se veían siempre más claras, pero no iba a decírselo.
—En el fuego.
—Ha tenido que ser un accidente. Supongo que ahora buscarán al responsable.
Todos en el departamento de ciencias trabajaban con sustancias peligrosas, todos temían haber sido la causa del descuido que había causado el incendio pero ella llevaba demasiado tiempo siendo Perséfone, demasiado tiempo sin creer en los accidentes. Había cabos sueltos que podía unir.
—Yo habría estado dentro si… —se detuvo de pronto, frunciendo el ceño. Jóvenes que no eran alumnos suyos y la ventana de su despacho. Ella había sido la que había estado más cerca en el momento de la explosión. La habían llevado directamente allí. Las cosas suceden por un motivo.
Sacudió la cabeza, como si siguiera perdida en sus pensamientos, y se alejó de sus compañeros. Sus pasos bordearon el edificio hasta llegar a la parte trasera. El hueco de la ventana de su despacho era ahora un agujero ennegrecido, la ceniza había llegado hasta el árbol bajo el que los jóvenes habían estado sentados y el suelo se había teñido de gris. Edward Lutrell la esperaba apoyado en el tronco. Casi no lo reconoció, después de tanto tiempo. Ahora llevaba muy largo su cabello rubio y el viento se lo revolvía; vestía una chaqueta de color rojo y una camisa blanca con chorreras y encajes en las mangas, como salido de la página de un cuento de hadas.
«Me gusta que me miren», le había dicho una vez. Perséfone nunca lo había entendido, ella que siempre se había esforzado por parecer invisible.
«Al final todos hacemos realidad nuestros deseos, de una forma u otra», pensó mientras se acercaba a él.
—Has tardado mucho, querida, llevo horas esperándote —Edward ni se movió para saludarla, como si no llevaran años sin verse. Llevaba guantes blancos, eso era nuevo.
—Tu invitación me señalaba el lugar, pero no la hora… Eres la última persona que esperaba ver aparecer por aquí —Perséfone sonrió, aunque no estaba segura de si se alegraba de verle.
—Tú también te fuiste al final, por lo que me contaron. Creí que no volverías… He oído rumores…
—Todos falsos —ella se cruzó de brazos, él esbozó una media sonrisa.
—Pero divertidos… Siempre has sido muy seria.
—Y siempre te pido explicaciones, Edward.
—¿Es que el fuego ha necesitado explicaciones alguna vez? Es hermoso, Pat.
—Ha pasado mucho tiempo desde tu expulsión. La venganza se sirve fría, no helada. ¿Por qué este incendio?
Edward se encogió de hombros, ella lo conocía bien y sabía que, aunque intentaba ser ambiguo, la venganza no era algo que le quitara el sueño. No, sus planes tenían que ser otros.
—En realidad solo quería hacer una entrada espectacular.
Eso sí que iba con el carácter que recordaba. Edward empezó a quitarse los guantes, muy lentamente, sin darle más explicaciones. Perséfone sentía que eso no era todo, que algo iba mal. Su antiguo condiscípulo siempre había tenido manos de pianista, de dedos largos y finos. Guardó los guantes en un bolsillo.
—Es lo malo de llevar guantes blancos, se manchan con nada.
—¿Y por qué iban a…?
El alzamiento de cejas de su compañero le indicó de dónde venía el ataque y pudo girarse a tiempo de ver cómo uno de los operarios se abalanzaba sobre ella. Se apartó y esquivó el golpe, pero necesitaba unos segundos para sacar el arma. ¡Maldita sea! Otro de los operarios se le acercaba por la espalda. El césped crujía bajo sus pasos, lo sentía muy cerca. Llevaban el uniforme de los servicios de emergencia, aunque estaba claro que no lo eran e iban armados con porras eléctricas. Perséfone no pudo evitar que el siguiente golpe fuera una sacudida en su hombro. Aulló de dolor, pero ya tenía los segundos que necesitaba y su mano aparentemente desnuda se extendió hacia su atacante con los dedos arqueados como si sostuviera algo que el hombre no podía ver. Disparó y su oponente cayó al suelo.
Aparecieron dos hombres más, que no dudaron en unirse a la refriega. Estos llegaban más prevenidos y tuvieron cuidado en esquivar sus balas. Uno de ellos emitió un grito de auténtico pánico cuando su rostro se cubrió de llamas. Edward había chasqueado los dedos y una pequeña llama azulada había prendido en su dedo corazón. Ahora acercaba la mano al rostro de su nuevo contrincante mientras esquivaba con destreza su golpe, como con un paso de baile.
Perséfone no tenía tiempo de fijarse en él, tenía que concentrarse en sus propios problemas, en el hombre que se le acercaba. Demasiado cerca. Demasiado tarde para disparar. Sintió un nuevo golpe en el costado y la descarga eléctrica la dejó aturdida durante unos segundos, que su atacante aprovechó para descargar un nuevo golpe y hacerla caer al suelo. Su mano se abrió un instante y sintió cómo escapaba la pistola, aunque nadie podía verla. Mantuvo la mano en la misma posición, esperando que él pensara que todavía seguía armada y tuviera cuidado al acercarse a ella. Rebuscó en su bolso con la otra mano hasta que sus dedos tocaron la forma ovalada de una granada de mano. Llegaban más hombres, pero todavía estaban a bastante distancia. ¿Qué estaba pasando?
Nadie parecía haberse dado cuenta de qué estaba sucediendo allí. Estaban solos. El rector había recomendado a todos que se fueran y dejaran trabajar tranquilos a los operarios, los pocos que quedaban debían haberse dispersado ya. Nadie oiría sus gritos si los daba. No lo haría, de todas formas. Ella era Perséfone y toda esa temporada de tranquilidad no la había hecho dejar su arsenal en casa. Se incorporó de un salto y les arrojó la granada antes de que se acercaran más.
La explosión no importaba, se habían escuchado unas cuantas en el edificio. Demasiados materiales inflamables. Buscó a toda prisa otra pistola mientras los supervivientes se acercaban. Edward no iba ayudarla, se quedaría parado, mirando sus torpes esfuerzos mientras ella intentaba librarse del enemigo. No, ni siquiera eso. Contemplaba embelesado al hombre ardiendo mientras murmuraba algo que Perséfone interpretó como «el fuego es hermoso».
—No, ocuparos primero de ella —dijo uno que parecía ser el que daba las órdenes. Perséfone no dejó que se acercaran más. Con la pistola de repuesto ya en la mano, extendió el brazo y apuntó con tal precisión que la bala atravesó el cuello del hombre. Apenas le dio tiempo a llevarse las manos a la garganta, sin estar seguro de qué era lo que había pasado, antes de caer al suelo. ¿Cuántos quedaban? Sí, tenía suficientes balas. Estaba lista. Disparó.
«Creía que podría volver atrás, recuperar lo que fui y, quizás, hacer reflexionar a Kain… pero no he dejado nada atrás. Llevo a Perséfone conmigo. Soy Perséfone».
Solo se giró un segundo para ver cómo estaba su antiguo condiscípulo. Edward se veía tranquilo, sacudiéndose la chaqueta porque le había caído ceniza.
—En realidad he venido a buscarte. ¿Necesitas ayuda, Pat? —preguntó en lo que el último operario caía al suelo entre estertores, sin ver venir la bala invisible—. Creo que no.
Ella se dejó caer contra el árbol, apoyándose en el tronco. Le dolían los huesos y aún tenía espasmos en los músculos por los golpes eléctricos.
—Todos los hombres de mi vida me meten en líos.
—Seguro que yo soy el más elegante —una media sonrisa alumbró el rostro de Edward, que le enseñó las manos, orgulloso de ellas—. Lo más difícil de conseguir fue que no se quemaran los encajes de las mangas.
Perséfone las observó con curiosidad, las yemas de los dedos se veían rugosas y olían a quemado. Edward apartó las manos cuando ella intentó tocarlas.
—Solo tengo que chasquear los dedos —hizo la demostración y una llama pequeña y azulada prendió en el dedo índice—. Fue difícil, pero lo conseguí. Son cápsulas de metano, por eso la llama es tan azul. Me las injertan en los dedos. Merece la pena, aunque cuesta una millonada, mi padre no lo sabe, por supuesto….
—Supongo que no te planteaste usar camisas sin encajes.
—Querida Pat, hay cosas a las que no se puede renunciar.
¿Eso era cierto? En algunas ocasiones le parecía que ella había renunciado a todo, a tanto que ahora estaba vacía. Tal vez debería haber conservado algo… pero quería convencerse a sí misma de que no echaba nada de menos.
El sol se había puesto y apenas los alumbraba la llama que nacía en el dedo de Edward. Él no podía dejar de mirarla, como si estuviera hipnotizado. Habían estudiado juntos solo un curso, en aquella misma universidad. Una época estresante en la que el laboratorio se había incendiado al menos una docena de veces. Todos sabían que había sido él. Al principio no, claro, lo achacaron a accidentes fortuitos. Edward los miraba a todos con su rostro de ángel y los desarmaba con su sonrisa. No pasó mucho tiempo hasta que las sospechas se fueron volviendo certezas. Edward tampoco se escondió entonces, ni lo llegó a negar en ningún momento. Afirmaba que no hacía nada malo, no hacía daño a nadie y nunca había víctimas, se cuidaba mucho de ello. Perséfone le preguntó una vez por qué tenía tanto cuidado, si realmente le preocupaba matar a alguien. En aquel entonces él había contestado «la carne humana no huele bien al quemarse» con un tono frívolo que a ella le había dado escalofríos, porque daba la impresión de que ya había quemado a alguien para saberlo.
Matar era tan fácil. Ahora lo sabía. Seguramente aquella chica impresionable que había sido se habría horrorizado al verla ahora. Se decía que no disfrutaba al matar, pero tampoco sentía remordimientos. Edward… Edward siempre necesitaba disfrutar con lo que hacía.
En aquel entonces lo había disculpado, se había dicho que Edward sí tenía escrúpulos y que los ocultaba bajo esa capa de frivolidad con la que se vestía, buscando hacerse el interesante, pero lo cierto es que si esos escrúpulos habían existido, ahora los había dejado atrás y el rostro del operario quemado no había hecho arrugar su nariz.
Tampoco ella había parpadeado al disparar y ahora se preguntaba si debían dejar los cadáveres allí o llevárselos antes de que los descubrieran. Edward le dijo que no se preocupara, que mandaría a alguien a ocuparse de ellos.
Por supuesto. No iba a mancharse las manos.
Su antiguo condiscípulo era hijo de uno de los empresarios más ricos de la ciudad, Philip Lutrell. Su padre era benefactor de la universidad y había pagado sin rechistar todos los desperfectos que había causado su vástago, pero cuando el viejo edificio del rectorado ardió por los cuatro costados no fue suficiente que se ofreciera a reconstruirlo, ni siquiera que contratara a Horace Turm, uno de los más prestigiosos arquitectos del mundo. Allí si murió una persona, aunque Edward juró y perjuró que había sido un accidente y que no tenía que haber estado allí. Nadie creía en su arrepentimiento y su padre tuvo que emplear a toda su legión de abogados para que no terminara en prisión, lo que no pudo evitar era que lo expulsaran de la universidad.
Perséfone sí había creído en la inocencia de su amigo. Edward era un químico excelente al que se le iba un poco la mano en sus experimentos y sabía que la expulsión le había dolido, aunque fingía tomárselo con tranquilidad. Presumía a menudo de que podía contratar profesores privados y conseguir mejor equipo que el que tenían allí y que, de todas formas, para él la química no era más que una afición.
Eso era algo que Perséfone no terminaba de entender del todo, sus mundos eran tan distintos que a veces sentía que no eran de la misma ciudad. Edward vivía en la mejor zona de la ciudad, entre gente elegante y sin problemas, donde las casas eran enormes y los jóvenes veían más a los sirvientes que a los padres. Edward no tenía hermanos y no entendía que ella se preocupara tanto de los suyos, no comprendía la responsabilidad que sentía sobre sus hombros. Para él los problemas no existían, todo podía comprarse. Y lo que no podía comprarse era porque no merecía la pena. Discutían a menudo sobre ello y ninguno consiguió que el otro entendiera su punto de vista pero habían sido amigos o eso creía ella. Después descubrió que en realidad no lo eran, a pesar de tener la misma edad ella había adoptado el rol de la madre a la que Edward apenas veía y solo la buscaba cuando se veía en problemas, buscando ayuda o consejo, y desaparecía de su vida cuando ya no la necesitaba.
Perséfone no se lo reprochaba ¿cómo podría? Ella había desaparecido dejando a sus hermanos solos, pensando que con enviar dinero era suficiente, que era todo lo que necesitaban. Y se había equivocado. Había dejado sola a gente que le importaba y ni se había dado cuenta del daño que había hecho hasta que había sido demasiado tarde. Pagaba por ello cada día. Y, sin embargo, no podría haber hecho otra cosa. No podía cargar sobre sus hombros el peso de las decisiones de los demás, pero le costaba no hacerlo. Pesaban tanto como las suyas propias.
Llevó a Edward hasta su nuevo apartamento. Había buscado un sitio tranquilo, lejos de su antiguo barrio, como si una parte de ella aún no estuviera preparada para recuperar del todo su antigua vida. Apenas tenía un par de sillas y su maleta estaba todavía sin deshacer, como si aquel fuera solo un sitio provisional del que tendría que salir huyendo pronto. Sin embargo ya nadie la perseguía, no tendría que huir nunca más… También había otras cosas en la habitación, cosas que no se veían y que él no notó. La habitación no era muy grande y parecía aún más pequeña y sórdida con él dentro. Edward se sentó en una de las sillas y chasqueó los dedos, volviendo a prender esa llama azulada que podía quedarse horas mirando.
Perséfone pensó que le daba igual si ardía todo el apartamento. Se sentó a su lado.
—¿Vas a contarme ahora qué está pasando?
 
EN EL PRÓXIMO NÚMERO:
El reencuentro con Edward traerá nuevos problemas a la vida de Perséfone. ¿En qué está metido su antiguo compañero de facultad? Pronto lo descubriremos. 


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