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EN EL NÚMERO ANTERIOR:
Perséfone intenta recuperar su antigua vida, volviendo a dar clases en
la Universidad de Blugdor. Los días pasan monótonos hasta que el regreso de un
antiguo compañero, Edward Lutrell, rompe la tranquilidad del campus.
***
—El nuevo edificio del rectorado es espantoso —Edward frunció el ceño a
pesar de que solo se veía la mole delante de ellos.
—Fuiste tú el que quemó el antiguo —le reprochó
Perséfone al tiempo que hacía gestos para que se callara; por supuesto, él la
ignoró.
—¡Oh! Ahora tendré yo la culpa de que el rector no
sepa contratar un arquitecto decente.
—¿Uno que lo pintaría de naranja? Y fue tu padre el
que lo contrató.
—Mi padre nunca ha tenido buen gusto… ¿No has visto
la sede de la empresa? Qué manía con tenerlo todo de ese aburrido gris… El
Rectorado debe destacar.
—Calla…
Edward hizo un gesto con el dedo indicando que se
mantendría en silencio. Un guardia de seguridad patrullaba el campus y ella
sabía dónde y en qué momento se cruzarían con él. Su ruta era siempre la misma
y quizás esa noche, después del incendio, estaría más alerta que de costumbre.
El edificio de profesores estaba acordonado para que nadie se acercara, pero no
era ese el objetivo hacia el que se dirigían, sino al edificio donde se
encontraban las aulas de ciencias.
Perséfone maldijo por lo bajo cuando distinguió la
silueta familiar, acercándose. No quería hacer daño a ese pobre hombre. Se
cruzaban por las noches, cuando ella salía de trabajar demasiado tarde y se
saludaban. A veces incluso intercambiaban unas palabras quejándose del trabajo
o del tiempo. No. A la que saludaba era a Pat Fisher y ahora era Perséfone, que
había salido del infierno. O estaba volviendo a él. Y el guardia de seguridad
se interponía entre ella y su objetivo. Rebuscó en su bolso un segundo y sacó
un objeto. Edward no podía ver qué era y se mantuvo a la espera mientras ella
lo arrojaba. Una nube de humo envolvió al vigilante, que cayó inconsciente al
suelo antes de comprender qué estaba pasando.
—Humo sin fuego… de aficionados —Edward parecía
decepcionado. Ella no le hizo el menor caso.
—Sigamos —ordenó, avanzando sin comprobar que él la
seguía.
—Siempre me he preguntado qué llevas en el bolso
—estaba muy cerca, a su espalda, pero no oía sus pasos detrás de ella.
—En realidad no quieres saberlo —respondió, cortante.
—Tampoco tú querías acompañarme —repuso él.
Eso no era del todo cierto, se había dejado convencer
con facilidad y sus torpes protestas habían sido más para justificarse ante sí
misma que para él. La noche que habían pasado juntos en el pequeño apartamento
había sido larga, con la llama que brotaba entre los dedos de Edward ardiendo
entre ellos hasta que se consumió y dejó el suelo manchado de ceniza.
***
—No pienso ayudarte si no me lo
cuentas todo —le había dicho con los brazos cruzados y dando vueltas por la
habitación. Él sabía que hablaba en serio. No tenía que esforzarse en
convencerla, solo tenía que explicárselo y es lo que hizo. Al principio Edward
había remoloneado un poco, como si contárselo le diera pereza más que por que
fuera necesario guardar el secreto. Había apelado a su amistad y a su pasado
común, había invocado viejos recuerdos, pero ella se había mostrado inflexible.
El pasado estaba muy lejos y no le apetecía recordarlo. El pasado estaba muerto
y ella ya no era la mujer que Edward había conocido, era una extraña que se
hacía pasar por ella. Ni siquiera estaba segura de que alguna vez hubiera
deseado volver a él.
Quizás el error
había sido intentar buscar ese pasado al que había renunciado; podría haber
empezado de nuevo en otro lugar, podría haberse buscado otra vida, lejos de
Blugdor, lejos de Kain… Imaginar que ya no era responsabilidad suya, pero sí lo
era… Se dio cuenta de pronto de que Edward había empezado a hablar.
—No sé si te
acuerdas del profesor Bayley, me estaba dirigiendo un proyecto del que no te
hablé.
Perséfone
asintió con la cabeza.
—Ahora es jefe
de departamento —había sido una de las novedades que había encontrado a su
regreso, las cosas cambiaban aunque aparentemente todo pareciera estar igual.
—¿Solo eso? Lo
hacía por lo menos rector —Edward sonrió—. Era un proyecto secreto, por eso no
te lo conté, me estaba ayudando Tim. ¿Te acuerdas de él? Un chico pelirrojo
lleno de pecas. Tim Hartley.
—Sí, lo
recuerdo, pero hace mucho que le perdí la pista. Dejó la universidad.
—Yo también
hace mucho que no le veo… Como a todos, en realidad… En fin, cuando me expul…
cuando me fui, el proyecto se quedó a medias. El profesor Bayley tenía parte de
la documentación, pero no había visto los avances y no le conté nada. Durante
un tiempo me estuvo llamando para que lo continuara, aunque fuera de forma
independiente, montando un laboratorio en casa, él estaba dispuesto a darme
clases particulares… Entonces estaba enfadado y no quise ni oír hablar del
tema, quería olvidarme de todo lo que tuviera que ver con la química. Bayley
siguió insistiendo, al principio en plan paternal, dándome consejos y
animándome pero después… Cuando vio que eso no servía comenzó a abroncarme,
después pasó a amenazarme y ha terminado mandando matones. En realidad ni
siquiera le interesa que lo continúe yo, solo quiere mis notas para poder
desarrollarlo él. Incluso intentó robarme, pero las notas no están en casa. No
sabe dónde las tengo.
—Siguen en la
facultad —Perséfone se había levantado y se apoyaba contra la ventana. Lo miró.
Desde las distancia siempre había visto la cosas más claras. La media sonrisa
que apareció en el rostro de su compañero le dijo que había acertado.
—Siempre has
sido lista. Sí, me fui y lo dejé todo allí, ni me preocupé… Están a salvo, por
supuesto, pero Bayley tampoco tardará en darse cuenta y quiero recuperarlo
antes de qué él lo encuentre. Por eso te necesito, para colarme en la
universidad de forma discreta. Tú conoces bien el campus y tienes llaves para
entrar.
Sonaba bien,
los planes de Edward siempre tenían buen sabor aunque al final te dejaban un
regusto amargo. ¿Dónde estaba la trampa esta vez? ¿Por qué buscar ahora las
notas, después de tantos años? ¿Por qué buscaba discreción cuando había hecho
arder un edificio?
—¿Y en qué
consiste tu proyecto? —Perséfone se había cruzado de brazos, sin dar el sí que
él esperaba. La pregunta hizo que sus ojos brillaran, ilusionados.
—Oh, era
grandioso. Un arma que podrá quemar una ciudad entera cuando esté terminada.
Será tan… hermoso.
—Y peligroso
—Perséfone sopesaba las opciones, la parte de verdad y de mentira que habría en
aquella historia. Conocía a Bayley, había sido profesor suyo en sus tiempos de
estudiante, habían trabajado juntos en algún proyecto durante sus primeras
investigaciones y ahora era uno de los pocos que la había recibido con los
brazos abiertos a su vuelta. Lo había visto ascender de profesor asociado a jefe
de departamento. El sillón de rector no estaba muy lejos y sus ambiciones
parecían dirigirse en esa dirección, pero era algo para lo que se necesitaba
dinero. Había escuchado rumores de que había vendido proyectos de la
universidad a empresas antes de que se patentaran, pero nunca habían tenido
pruebas de ello. Él solía decir que los rumores eran provocados por gente
envidiosa de su rápido ascenso y que si alguien tuviera pruebas ya lo habrían
acusado.
No siempre te
acusan de los crímenes que cometes, eso Perséfone lo sabía muy bien.
—Podemos ir
mañana por la noche, no debe caer en malas manos —Edward tampoco le estaba
dando demasiado tiempo para investigar antes de tomar una decisión. ¿Y por qué
tenía que pensarlo tanto? Lo ayudaría, por los viejos tiempos y porque le
apetecía.
—No sé yo si
las manos de Bayley son más peligrosas que las tuyas —le dijo, intentando
pincharlo. Edward sonrió porque eso ya era un sí.
—Yo solo hago
daño a la gente que me ataca, como has visto antes; mientras que Bayley venderá
el arma al mejor postor, que no la empleará para divertirse. Y además, yo
contrataré buenos arquitectos después de quemar… lo que sea que queme, que ni
siquiera lo sé. Vamos, Pat, será divertido.
«La vida no es
un juego, Edward». ¿Cuántas veces le había dicho eso?
«Tú la haces
aburrida», respondía él. «Deja que brille, deja que se consuma. Déjalo todo por
algo que merezca la pena».
«Y al final lo
dejé todo por una voz sin rostro. ¿Y para qué? Pero lo volvería a hacer. Oh,
sí, lo haría de nuevo. A pesar de todo».
—El arma…
—No está
terminada, solo llegué a desarrollar un prototipo que no terminé de montar, no
supone ningún peligro ahora mismo y quizás nunca funcione… o quizás sí logre
terminarla… si me pongo a ello, claro. Te prometo que si lo consigo te enterarás,
asientos de primera fila… No lo pienses, Pat. Bayley la venderá. ¿Conoces a
alguien a quien pudiera interesarle algo así? ¿Sabes qué hará con ello? Hemos
tenido bastante guerra.
Más de la que
Edward pensaba, él no sabía cuánto había perdido ella en la Guerra de las Ocho
Colonias, y sin saberlo. Y tenía razón, conocía a demasiada gente que desearía
tener un arma así y que no la usarían para provocar fuegos artificiales.
Y había dicho
que sí.
***
Ahora avanzaban a través de los pasillos de las aulas de ciencias. Le
eran tan familiares que habría podido caminar por ellos con los ojos cerrados.
De todas formas Edward hacía mucho que no los pisaba y prefería no arriesgarse
así que sacó del bolso una linterna para que alumbrara el camino. El
laboratorio donde solían trabajar en sus tiempos de estudiante estaba en el
sótano, era una habitación sin ventanas con largas mesas llenas de tubos de
ensayo y una hilera de archivadores pegados a una de las paredes. Allí sólo se
guardaban los proyectos de los últimos alumnos, aquellos en los que estaban
trabajando en la actualidad. Perséfone no entendía cómo nadie había trasladado
ya el proyecto de Edward al departamento con los trabajos sin concluir. Debía
estar muy bien escondido.
Quizás demasiado, hasta para él. Su compañero miraba
las paredes, algo confuso, como si no terminara de situarse. Ella resopló. ¿Qué
había esperado? ¿Qué todo continuara igual?
—Hemos cambiado la distribución —aclaró. En realidad
la habían cambiado en más de una ocasión, cada vez que llegaba algún aparato
nuevo y había que hacerle sitio. Perséfone se encogió de hombros, no podía
hacer nada. El pasado solo queda inmutable en los recuerdos, ni siquiera en
ellos, pues hay cosas que olvidamos o que recordamos distintas a como eran
realmente. Edward permaneció un momento con los brazos en jarras, pensativo,
hasta que se decidió por uno de los archivadores. Perséfone llevaba las llaves,
pero él no hizo intención de abrirlo sino que intentó retirarlo de la pared. No
pudo moverlo y le dio una patada, frustrado.
Se volvió hacia ella.
—No te quedes ahí mirando, ¡ayúdame!
Ella resopló de nuevo, pero se acercó a ayudarle.
Entre los dos consiguieron moverlo, detrás no había nada: la pared gris y el
suelo enlosado con formas geométricas anaranjadas. El archivador era nuevo, no
podía haber nada allí.
Sin embargo, Edward sonreía satisfecho. Ignoró el
mueble de metal y se agachó en el suelo. Sacó del bolsillo un pequeño aparato
que ella no conocía, era plano y circular y le recordó a un ambientador de los
que se adherían a las paredes. Edward lo puso en el suelo, entre la junta de
las dos losas y apretó. Esperó a que entrara en calor y la losa empezó a
calentarse. Sonó un chasquido y se desprendió, quedando suspendida por una
bisagra al otro lado y dejando ver un agujero que descendía hacia las
profundidades de la tierra. Había una escala de metal apoyada en uno de los
laterales. Perséfone dirigió la antorcha al hueco, pero no se veía el fondo.
Descendía hasta las profundidades del subsuelo.
—Una cerradura térmica —explicó él, volviendo a
guardarse el disco—. ¿Bajamos?
—¿Cómo…? —Perséfone no se molestó en ocultar su
sorpresa, por supuesto, él estaba encantado.
—Lo quemé. ¿No lo recuerdas? El laboratorio ardió por
los cuatro costados y mi padre lo reconstruyó. Yo elegí la solería, sabía que
al final pintarían las paredes de gris… ¡Vamos!
Edward no la esperó, se agarró a la escala y
descendió con agilidad por los escalones herrumbrosos. Perséfone lo siguió con
más precaución. Notaba el calor subiendo desde abajo, era como descender al
mismísimo infierno. ¿Y qué importaba? ¿No lo echaba de menos? El pozo descendía
mucho más profundo de lo que esperaba y cada vez hacía más calor. Empezó a
preguntarse si no descenderían hasta el núcleo del planeta, aunque eso era
imposible. Pensó que sería cosa de su compañero, instalar un interior
climatizado en un lugar al que no entraría en años… propio de él. Le hubiera
sorprendido no encontrar abajo un fuego ardiendo a perpetuidad.
—Perfecto, lo hemos conseguido —él había llegado al
suelo y la esperaba, ella le siguió poco después. Iba a encender de nuevo la
linterna, pero Edward presionó un interruptor y se encendieron pequeñas luces
que iluminaban tenuemente lo que parecía un largo pasillo. Parecían estar
dentro de una caverna, las paredes eran de roca y el suelo estaba apisonado,
pero no había sido enlosado.
—Bayley no lo ha descubierto. Nadie ha entrado aquí
desde que me marché —Edward parecía más tranquilo al comprobarlo, aunque
Perséfone no sabía cómo podía estar tan seguro, el polvo se acumulaba en el
suelo, pero había pasado mucho tiempo.
Su compañero se puso en marcha, avanzando con
seguridad y sin comprobar si ella lo seguía o no. Perséfone avanzaba más
despacio, sin poder quitarse de encima la impresión de que alguien los estaba
observando, intentó descubrir las señales de cámaras de seguridad en las
paredes, pero no veía ningún dispositivo aparte de las luces.
—Edward, estoy pensando en tu arma…
—Verás el prototipo enseguida.
—Tim estudiaba biología. ¿Buscabas algo que pudieras
implantarte?
—¡Por favor! No habría perdido el tiempo convirtiendo
mis dedos en cerillas si tuviera algo mejor ¿no crees?
Edward frenó en seco al llegar al final del pasillo.
Ante ellos se abría una enorme caverna, pero no era una cavidad natural. Era un
espacio cilíndrico y abovedado, junto a una de las paredes ardía un enorme
horno del que provenía el calor que sentían cada vez más cerca. Perséfone no
quiso acercarse, pero Edward sí lo hizo. Sonreía, como si se encontraba con un
viejo amigo al que le apetecía abrazar. Perséfone inspeccionó el lugar con la
mirada antes de adentrarse en la estancia, parecía estar a medio construir. El
suelo era la misma tierra apisonada del pasillo y solo estaba enlosado en
parte, las paredes eran de hormigón, rugoso, sin pulir ni pintar. La parte que
parecía estar terminada era donde habían instalado lo que parecía un
laboratorio. Allí la pared sí estaba pintada de amarillo y las losas del suelo
eran las mismas que en el aula. Una larga mesa ocupaba la mayor parte del espacio
y el instrumental se desparramaba sobre ella. Se notaba que había sido usado
hacía poco tiempo. Esta vez no dijo nada. Avanzó unos pasos y empezó a recorrer
la cueva. Cerca del horno encontró lo que le parecieron enormes cáscaras de
huevos, pero no parecía haber ningún animal allí. Era como si hubieran
estallado y estuvieran vacíos por dentro.
Edward se acercó a ella y los contempló con tristeza.
—Se los ha comido —le contó—. Yo quería un gran
ejército pero nacían atrofiados y él siempre tiene hambre… Nunca ha comido
humanos, por cierto.
—¿Qué quieres decir? —un escalofrío recorrió la
espalda de Perséfone que instintivamente se llevó la mano al bolso. Edward
tenía la mirada fija en los huevos, no la miraba a ella.
—Que siempre hay una primera vez —respondió.
Ella esperaba un ataque por la espalda, estaba
preparada para volverse, pero el golpe llegó por donde menos lo esperaba.
Edward se giró y le dio un fuerte empujón. Perséfone cayó al suelo, las
cáscaras eran duras y afiladas como cristales rotos y apenas pudo evitar caer
encima de ellas, pero su compañero no pretendía hacerle daño. En su mano
exhibía el trofeo, mostrándoselo, demasiado lejos para que ella pudiera llegar
hasta él. Le había quitado el bolso. Edward sonreía. Decían que Lucifer era el
más hermoso de los ángeles.
«Solo yo podría equivocarme de infierno».
Una sombra descendió volando desde la bóveda, tan
rápida que a Perséfone casi no le dio tiempo a apartarse antes de que impactara
contra ella. Rodó por el suelo, alejándose antes de intentar incorporarse. La
aberración se posó en el suelo, de pie, delante de ella, como si quisiera que
la contemplara. Perséfone no apartó la mirada de esa criatura vagamente humana
que tenía delante. Reconocía los rasgos familiares, o los adivinaba, porque
estaba casi irreconocible: su piel se había vuelto como la de un reptil y había
adquirido cierto tono rojizo, le habían crecido alas coriáceas en la espalda y
sus manos se habían curvado como garras. Conservaba el cabello, que seguía
siendo rojo y rizado, como diminutas llamas. Tim Hartley nunca le había caído
del todo bien.
La antipatía era mutua. La criatura abrió la boca y
de su aliento salió una llamarada de fuego. Perséfone no esperaba menos.
—¿Qué demonios…?
—Nunca mejor dicho, querida —la interrumpió Edward,
aún sosteniendo el bolso como un trofeo—. Ha sido difícil, sobre todo cuando
las manos se le deformaron, ya ves el desastre de laboratorio… He trabajado
todos estos años a distancia, confiando en Tim porque no podía llegar hasta él.
Tenemos un sistema de comunicación, pero es muy rudimentario y falla muchas
veces. Es difícil encontrar buena cobertura a esta profundidad. Pero no
importa, mi creación ya está lista. ¿No es hermoso?
Como si quisiera lucirse ante su creador, la criatura
volvió a elevarse y planeó antes de descender en picado, lanzando otra bocanada
de fuego. Perséfone no conseguía reaccionar. ¿Aquello iba en serio? ¡Se suponía
que estaban en el mismo bando!
«Me traicionan los míos, me ayudan mis enemigos…
Tiene que haber algo que no estoy haciendo bien».
Se agachó y esquivó las llamas a duras penas, pero
esquivar no era suficiente, no podría aguantar mucho tiempo. Edward había sido
listo, la había llevado a una trampa sin que ella lo sospechara siquiera, la
había desarmado… o eso creía.
—Pat, no te esfuerces, la caverna no es tan grande.
—¡Soy Perséfone! —pronunció el nombre como si fuera
en sí mismo un desafío y después añadió, en voz baja—. No vas a darme lecciones
de lo que es un infierno.
Ella había estado en todos, el infierno de la
traición, el deshonor, el de los remordimientos. El infierno de la pérdida y el
reencuentro, el del dolor y la derrota. Había tantos y todos los llevaba
dentro. Se había sentido bien al gritar su nombre, al oírlo resonar en las
paredes, repetido por el eco. Edward lo recordaría. El rostro de su antiguo
condiscípulo había perdido la sonrisa. «Eso es, Edward. Nunca te fíes de mí».
Su mano desapareció en el interior del bolso
invisible que llevaba con ella. El segundo bolso que todas las mañana se
preguntaba si no debería dejar en casa porque ya nunca le haría falta. El bolso
con el que de todas formas cargaba cada día, incapaz de dejarlo atrás. Sus
dedos tocaron una granada, que lanzó con toda la fuerza de que era capaz. El
proyectil golpeó a Tim en una de las alas, explotó y la membrana se rompió como
si hubiera sido una tela de araña. Tim gritó. Perséfone no podía saber si era
de rabia o de dolor. Tampoco es que supusiera una gran diferencia. Con el ala
sana intentaba planear para no caer.
—Eso no me ha gustado mucho —Edward frunció el ceño.
—Supongo que debería dejar que me asara a fuego lento
y se diera un festín.
—Nunca has sido razonable… Perséfone —había dudado un
momento antes de pronunciar el nombre, como si él también supiera que aquella
chica que había conocido en el pasado ya no existía, como si sintiera que Pat
se había ido y que delante tenía a una desconocida a la que no podía medir ni
contener.
No sabía de lo que era capaz.
«No tienes ni idea, Edward. No es un juego. He
matado. He hecho sufrir a muchos. Nada de lo que te habrán contado sobre mí se
acerca a la realidad. Todo es infinitamente más horrible».
Tim aterrizó a duras penas, manteniendo el equilibrio
con dificultad, pero esta vez no hizo intenciones de atacarla. Perséfone no
bajó la guardia mientras su mano sacaba del bolso invisible una pistola con la
que enfrentarse a ella. La sostuvo en el aire, los dedos arqueados en una
postura que no permitía intuir su tamaño. El monstruo en el que se había
convertido Tim no parecía tenerle miedo, pero sí esperar algo. No se movía.
Miraba a Edward. Esperaba su orden.
Perséfone sintió que ella tampoco tenía miedo, o al
menos no del ataque. La adrenalina le recorría el cuerpo, era como estar en
casa. Si tenía miedo no era de morir, era de matar de nuevo.
Edward no dio ninguna orden, aprovechó que ella
apuntaba a Tim para sacar una bola de uno de sus bolsillos que, al arrojarla
contra ella, se convirtió en una bola de fuego. Pequeña, débil e inofensiva. Ni
siquiera le dio tiempo a considerarla una amenaza cuando sintió que impactaba
contra el bolso. Su primer instinto fue agarrarlo, pero quemaba y tuvo que
tirarlo al suelo y pisarlo para apagar las llamas.
—No te mataría, Pat. Lo sabes ¿verdad?
—No, tú mandas a otros a que lo hagan —Perséfone no
había soltado la pistola y levantó la cabeza a tiempo de ver cómo huían.
Disparó, pero la bala rebotó en una de las paredes. Tim corría delante y
desapareció en el pasillo. Edward se volvió un segundo y la saludó con un gesto
de la mano antes de desaparecer tras él.
Disparó de nuevo. De
pura rabia. Falló. Las luces se apagaron.
Maldiciendo, Perséfone corrió tras ellos dejando el
bolso atrás. Comprendía sus intenciones, pero ya era demasiado tarde. Tuvo que
guardar la pistola para poder subir a toda prisa por la escala metálica que
llevaba hasta la trampilla. Estaba a medio camino cuando vio a Edward asomado a
ella, la deslumbró con el haz de una linterna pero Perséfone no se detuvo,
siguió subiendo.
—Lo siento, querida, pero sabes demasiado y todavía
no estamos listos. Si Bayley te encuentra… algún día… dale recuerdos. ¡Hay
comida en la nevera! —dijo Edward antes de cerrar la losa de nuevo. Oyó un
chasquido cuando se activó la cerradura, incluso escuchó el sonido del
archivador moviéndose hasta quedar encima.
No podía hacer nada, estaba encerrada.
EN EL PRÓXIMO NÚMERO:
Quedarse
encerrada en un subterráneo no entraba dentro de los planes de Perséfone. ¿Qué hará ahora?
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