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EN EL NÚMERO ANTERIOR:
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EN EL NÚMERO ANTERIOR:
Perséfone ha descubierto el lugar en el que Edward y su colaborador,
Tim Hartley, han llevado a cabo los experimentos que han convertido al último
en un monstruo. Antes de poder reaccionar, ve como sus antiguos compañeros
escapan dejándola encerrada.
***
¿No llevaba días quejándose? ¿No echaba de menos sus aventuras al margen
de la ley? Pues ahora se encontraba al margen de todo, sepultada bajo esa vida normal que había pretendido
recuperar, bajo el edificio donde impartía clases. Maldijo a Edward, ese Nerón
de pacotilla adicto al fuego, a Tim y el monstruo en que se había convertido, a
Bayley porque, por mucho que lo buscara y debía llevar haciéndolo años, nunca
encontraría la trampilla. Incluso si lo lograba, no sería capaz de abrirla. Y
se maldijo a sí misma por dejarse utilizar, si es que no aprendía.
No perdió el tiempo empujando una trampilla que no
tenía fuerzas para abrir y descendió por la escalera de metal a oscuras, hasta
que sus pies tropezaron con el suelo del pozo. Buscó en las paredes el
interruptor para encender la luz, pero no consiguió encontrarlo y avanzó entre
las tinieblas, tanteando las paredes hasta que le llegó el resplandor del fuego
que ardía junto a una de las paredes de la caverna.
Tuvo que aspirar profundamente el aire viciado con
olor a azufre para conseguir tranquilizarse. Edward los atraía a todos como un
gigantesco sol, giraban a su alrededor sin poder evitarlo. No era el magnetismo
que había tenido Hades: su retorcido sentido de la justicia, de hacer siempre
lo que consideraba correcto, que justificaba todas sus acciones, era lo que
irradiaba el deseo de seguirle. Con Edward te dejabas arrastrar por su calidez
y su entusiasmo, sintiendo que no hacías nada importante, que estabas jugando.
Y nadie lo odiaba, nadie lo buscaba para pedirle explicaciones porque todos
eran conscientes de que estando con él era fácil quemarse. Era un riesgo que
aceptaban al seguirle. «Si crees que te voy a perdonar por esto es que no me
conoces». Maldijo a Edward de nuevo y al calor que parecía aumentar a cada
segundo mientras buscaba su bolso chamuscado, que había dejado en el suelo.
Algunas cosas habrían quedado inservibles, pero algo se podría aprovechar. ¿Y
de qué se preocupaba? Tenía a su disposición un laboratorio equipado allí
mismo, con un poco de suerte podría preparar el suficiente explosivo para hacer
volar la trampilla en mil pedazos.
Tener un plan de acción le daba confianza y se
entretuvo examinando la cámara abovedada. En un rincón habían dispuesto un
camastro donde debía haber dormido Tim. Olía mal, a orín y basura descompuesta,
contrastaba con la limpieza excesiva del laboratorio. Estaba clara cuál había
sido la prioridad del genetista y sus notas no hicieron más que corroborar
aquella primera impresión.
Tim había dejado constancia de todos sus progresos en
una grabadora. Perséfone empezó a escucharla desde el principio, cuando la voz
del joven sonaba ilusionada, comentando sus primeros experimentos. Avanzó
deprisa la grabación y fue notando como la voz cambiaba, se hacía más madura y
también más cansada, con un cierto nerviosismo que ya no era de entusiasmo sino
de miedo. Durante mucho tiempo había manipulado animales antes de decidirse a
hacer las pruebas sobre su propio cuerpo.
El cambio que se produjo después de ese momento fue
mucho más acusado. No era lo que decía, Perséfone no entendía ni la mitad de
las fórmulas que mencionaba, era el tono de su voz. Nunca había pensado que
podía definir tanto a una persona la forma en que sonaba su voz. Al principio
los cambios eran mínimos, se le notaba impaciente por ver los resultados,
ansioso al comprender que todo avanzaba mucho más lento de lo que deseaba;
después los nervios y las dudas fueron desapareciendo, la voz ganó en
seguridad, pero también se volvió más grave, iba enronqueciendo a medida que
transcurría el tiempo hasta que dejó de parecer humana; también cambió el
discurso, las frases que pronunciaba eran cada vez más cortas y se interrumpían
con frecuencia, en algunos momentos solo se oía el sonido de su respiración,
como si le costara pronunciar cada palabra. Al final lo que oía eran gruñidos.
Perséfone se estremeció. ¿Qué quedaba de su antiguo compañero en ese monstruo?
Le había parecido distinguir la conciencia en sus ojos, pero no podía estar
segura. Se concentró todo lo que pudo, creía percibir palabras entre los
gruñidos, pero eran imposibles de entender. Los cambios físicos habrían
afectado a sus cuerdas vocales igual que los huesos de sus manos se habían
arqueado hasta parecer garras. Apagó la grabadora, incapaz de seguir escuchando
más, y continuó inspeccionando la zona. Encontró la nevera que había mencionado
Edward, dentro había comida para varios años. Tim Hartley se había enterrado en
vida para hacer realidad el sueño de otro.
También debía ser su sueño pero, sin embargo… sabía
lo fácil que era dejarse arrastrar por los de los demás. Perséfone no sentía
lástima por él, cada uno llevaba encima el peso de las elecciones que había
tomado, pensaba en ella misma. ¿Acaso no se había encerrado también? Fingiendo
ser de nuevo Pat Fisher, volviendo a la universidad para pasar casi todas las
horas del día en ella, durmiendo en un apartamento en el que aún no había desembalado
sus cosas, que no era mucho mejor que ese camastro. «Empezar de nuevo es un
error. No puedes empezar. Puedes cambiar o seguir adelante y no he hecho
ninguna de las dos cosas».
Un zumbido apartó sus sombríos pensamientos y la hizo
levantar la cabeza. En el silencio de la caverna resonaba como un millar de
tambores y tardó unos minutos en encontrar de dónde procedía. Rebuscó entre la
ropa que había en desorden junto al camastro y encontró un pequeño transmisor.
Apretó el botón y la voz de Edward, alegre y musical, salió del aparato.
—Querida, ten cuidado si intentas volar la trampilla.
Está blindada, por supuesto, y puedes desmoronar todo el edificio antes de
conseguir abrirla. No quisiera que te pasara nada. ¡Disfruta!
Edward cortó la comunicación sin darle tiempo a
responder y Perséfone fue incapaz de establecer de nuevo contacto con él… o la estaba
ignorando adrede.
Se preguntó si Tim habría sido un loco o un
prisionero, si había intentando salir de allí alguna vez.
«Lo más probable es que ni lo pensara. Él deseaba
estar aquí y yo no quiero. ¿Dónde estaré exactamente? El pasillo giraba hacia
el norte. ¿Cuántos metros? ¿Cuántos edificios quemaste, Edward? No eres
precisamente discreto… Y de todos. ¿Cuál tendrá los cimientos tan profundos
como para poder permitir… esto?
El rectorado, por supuesto. El costoso edificio
diseñado por Horace Turn y pagado por Philip Lutrell, el padre de Edward.
Enorme, sobrio y pesado. El pilar sobre el que se sustentaba la universidad era
bajo el que Edward había dispuesto todo aquello. Se había quejado de que era
feo y gris, pero esa era su ventaja, nadie había adivinado lo que se escondía
debajo.
—No quemaste nada por casualidad, ni por hacer daño,
ni por diversión… todo formaba parte de un plan. ¿Cómo no pude verlo?
Y entonces pensó que el incendio del día anterior
también tendría un motivo, porque podían haber entrado cualquier noche, sin
necesidad de que el campus estuviera desierto y acordonado. Las clases habían
sido suspendidas… Nadie la echaría de menos hasta que se reanudaran. Incluso
entonces… ¿sería tan extraño? Ya había desaparecido una vez y Edward podía
inventarse cualquier cosa para justificar su ausencia. Nadie la buscaría, nadie
se preocuparía por ella.
«Solo me tengo a mí misma… ¿Y cuándo no ha sido así?
Si es que soy tonta. Veo las cosas, pero no las observo».
Se dejó caer en el suelo, apoyada la espalda contra
una de las paredes, lo más alejada posible del fuego que no había dejado de
arder, la única luz que había en la estancia. El techo se perdía en la oscuridad
y no llegaba a ver la clave de la bóveda. Rebuscó en el bolso buscando una
linterna, funcionaba, aunque su haz era demasiado débil para iluminar tan alto.
La dejó caer y encendió un cigarrillo, aspiró el humo y dejó que saliera de sus
labios en forma de círculos que se alejaban flotando hasta que se desvanecían.
El fuego la hipnotizaba, las llamas se elevaban y ennegrecían las paredes que
tenía más cerca. ¿Hacia dónde iba el humo? Estaba en un espacio cerrado ¿por
qué no había una nube oscura sobre su cabeza? Como la de Ernépolis… Sacudió la
cabeza, reacia a perderse en recuerdos, y se levanto para inspeccionar la pared
junto a la que se ubicaba el horno, la más cenicienta de todas.
No le costó mucho dar con el extractor, situado a
media altura y oculto por las llamas; sin embargo se veía con claridad que el
humo se alejaba por allí. ¿Y hacia dónde iba? La abertura parecía lo bastante
grande para entrar por ella, pero podía estrecharse más adelante y encontraría
también el problema del ventilador. Y tendría que llegar hasta él, aunque eso
no creía que fuera difícil, las paredes eran rugosas y presentaban muchos
puntos de apoyo, aunque debería subir a ciegas porque el agujero estaba detrás
de las llamas. Tenía que apagar el fuego.
A pesar de que se quedaría a oscuras, la idea le
gustó. Nada podría fastidiar más a Edward y, aunque él no se enteraría, era una
pequeña victoria moral. No le resultó difícil hacerlo, el sistema que lo
mantenía encendido era muy sencillo y bastó desconectar el gas que alimentaba
las llamas. Aún tardaron mucho tiempo en consumirse, de todas formas ya no
tenía ninguna prisa y aprovechó para prepararse, se ajustó la linterna frontal
en la cabeza, alumbraba poco más allá de su mano, pero sería suficiente para la
escalada. Se ajustó el bolso para no perderlo y esperó. Las horas se le hacían
eternas, nunca antes había deseado con tanta intensidad que las tinieblas la
rodearan. Sintió frío y eso la reconfortó. No estaba segura de lo que iba a
hacer, pero eso no la detuvo. Se quedó aún unas horas en la oscuridad, con la
linterna apagada, esperando que la pared se enfriara, ni siquiera se le ocurrió
comer algo. Estaba demasiado nerviosa.
«¿Cuánto tiempo llevaré aquí abajo? Edward, Edward…
esta vez cuando te encuentre no te vas a salvar con una sonrisa».
Tocó la pared antes de empezar a subir; aún estaba
caliente, pero ya no quemaba, la temperatura había descendido mucho. Ascendió a
oscuras hasta que encontró la abertura por donde antes escapaba el humo y
consiguió quitar la rejilla dando un tirón. Se introdujo en el hueco con
dificultad. Las paredes estaban inclinadas y se resbalaba, pero se las arregló
para avanzar gateando. Unos metros más adelante la esperaba el ventilador,
percibía el sonido y el viento que la arrastraba era cada vez más fuerte. Se
detuvo, el aire tiraba de ella aunque no quisiera. Se ladeó y apoyó las piernas
contra la pared, para encajarse en el tubo y mantenerse quieta. La linterna aún
no lo iluminaba pero sabía que el ventilador no estaba muy lejos.
Rebuscó en el bolso buscando una granada. Era la
última, tenía que acertar justo en el centro y rezar para no encontrarse más
cerca de él de lo que había calculado. Esperaba no cargarse tampoco el tubo que
iba a ser su vía de escape. No llegó a dudar, si dudaba no se decidiría. Lanzó
la granada y se cubrió la cabeza con las manos, un reflejo que no impediría
ningún daño si la explosión la alcanzaba. El tubo tembló y por un instante
temió salir volando. Flexionó las rodillas, apoyándose con toda la fuerza que
tenía. El sonido del ventilador había cesado, levantó la cabeza y vio que el
humo de la explosión la rodeaba, pero nada más. Se obligó a esperar unos
minutos antes de continuar, el tubo se estrechaba un poco detrás del ventilador
pero podía arrastrarse por él. Tosió, le costaba respirar, el humo se había
quedado concentrado en el tubo sin encontrar una vía de escape.
Eso no le pasaría a ella.
Pararse era perder el tiempo y ya estaba muy cerca, o
eso se decía para animarse. Al menos notaba que iba ascendiendo, aunque el tubo
no iba en línea recta, sino que se perdía en giros y recovecos que conseguía
pasar con dificultad. Perdió la noción del tiempo y se arrepintió de no haber
comido nada. La tentación de pararse y descansar un rato era muy fuerte, pero
aguantó y siguió adelante. Llegó un momento en el que escuchó sonidos a lo
lejos y su corazón empezó a latir con fuerza. ¡Estaba tan cerca! Reprimió el
deseo de ponerse a gritar para que la rescataran y prestó atención a los
sonidos. Pasos y arrastrar de muebles, o eso parecía. Le extrañó. Al subir un
poco más empezó a distinguir murmullos que pronto se convirtieron en voces
conocidas.
—Genial. Exiliados al sótano del rectorado. ¿No había
otro sitio peor?
—Vamos, Algernon, solo será hasta que terminen de
restaurar el edificio.
—De todas formas podrían habernos buscado algo mejor.
¡A Bayley le han dado un despacho en la tercera planta!
—Bayley huele a futuro rector y nosotros… nosotros no
contamos.
Perséfone escuchó bufar al profesor Algernon, las
voces se iban haciendo más débiles, se alejaban hasta que dejó de
distinguirlas. Se dijo que no era el momento de suspirar de alivio, que todavía
estaba gateando por un tubo en el que cada vez le costaba más respirar… pero le
apetecía. Tenía calambres en los brazos y le dolía un tobillo, sin embargo
ahora avanzaba con una sonrisa en los labios, las voces quedaron pronto detrás
de ella y se preocupó. El tubo no parecía tener una salida cercana, aunque no
podía estar muy lejos de la superficie. Aún tuvo que avanzar un buen rato hasta
que un débil resplandor a lo lejos le indicó que ahora sí que estaba cerca.
El final del tubo era una rejilla a ras de suelo, a
espaldas del edificio del rectorado, que apartó sin gran dificultad. Sin
embargo no salió, se quedó dentro del tubo, la luz del día la deslumbraba
después de tanto tiempo en la oscuridad y esperó hasta que se acostumbró a
ella. Cuando salió tardó un momento en reconocer dónde estaba, el edificio
estaba rodeado por un amplio jardín y apenas pasaba gente por allí. Aún no se
habían reanudado las clases y solo veía a lo lejos algunos profesores que
estaban trasladándose a sus despachos provisionales desde el edificio que había
ardido… ¿había sido el día anterior? Le parecía que habían transcurrido años…
Desde allí no podía ver a los operarios que estarían reconstruyéndolo, estaba
al otro extremo del campus.
Era como si todo hubiera estado planeado. ¿Lo estaba?
Había desencajado la rejilla con tanta facilidad, ¿por qué el tubo era tan
grande como para que una persona cupiera por él? Quizás debía haberse hecho las
preguntas antes de meterse por él, pero ya era una costumbre pensar las cosas
cuando ya nada tenía remedio. Un objeto apoyado en la pared atrajo su atención
y se acercó a él, sin decidirse a tocarlo. Su bolso. Se agachó y lo examinó con
cuidado, inspeccionando su contenido. Todo parecía estar en orden. Se abrazó a
él y se dejó caer al suelo, agotada. Hundió la cabeza entre las rodillas, el
estrés que la había mantenido en pie había desaparecido y ya no podía más.
Sin embargo no podía bajar la guardia, aunque en la
universidad hubiera poca gente, no estaba sola. Escuchó los pasos acercándose y
su mano se hundió en el bolso mientras seguía con la cabeza agachada.
—¿Te encuentras bien, Fisher? —una de sus compañeras
se había acercado. Llevaba una caja en las manos y atrajo la atención de otros
dos profesores. Perséfone sacó la mano del bolso y ensayó una sonrisa de
circunstancias. Tendría que dar explicaciones. No quería ni pensar en su
aspecto, llena de hollín por todas partes.
«Edward, te odio».
—Y yo me quejo de mi despacho —el profesor Algernon
se había acercado y soltó una carcajada—. A Fisher la han metido en una
chimenea.
—No sé cómo será el suyo, profesor, el mío desde
luego era el más sucio. Estoy agotada. No podía ni respirar allí dentro
—levantó la cabeza y su voz sonó desafiante, más de lo que hubiera querido. Sus
compañeros retrocedieron un paso y no hicieron más preguntas. Algernon le guiñó
un ojo. Ese viejo estúpido le había echado un cable y tendría que devolvérselo.
«Y yo solo intentaba ser amable. O casi. Creo que
necesito práctica».
Esperó a que desaparecieran de su vista antes de
levantarse. Era mediodía y el sol brillaba en el cielo. Podía volver al
edificio vacío de las aulas y buscar un aseo para adecentarse un poco o podía
olvidarse de su aspecto y simplemente volver a casa. Su pequeño apartamento con
las maletas sin deshacer que en ese momento se le semejaba un paraíso. Decidió
no perder el tiempo, sabía cómo pasar desapercibida, ocultarse entre las
sombras, agachar la cabeza para que no te miren. Y había muy poca gente en el
campus. Fuera de él, nadie la conocía.
Se alejó despacio, cojeando, sin preguntarse en qué
planta le habrían dado su despacho provisional. En ese momento la universidad
le parecía algo muy lejano, otra vida que no era la suya. La vida de otra
persona. Edward había formado parte de esa otra vida y Perséfone no tenía claro
si quería volver a encontrárselo o si prefería no volver a verlo nunca. Desde
luego, si se lo cruzaba, él no iba a pasarlo demasiado bien.
Tuvo suerte y no se encontró con ningún conocido en
su camino. Tampoco volvió hacia atrás la cabeza y no se dio cuenta de que,
desde la ventana del tercer piso, alguien la observaba.
EN EL PRÓXIMO NÚMERO:
La Universidad de Blugdor
retoma su actividad tras el incendio mientras Perséfone se plantea lo fácil que
es reencontrarse con viejos aliados. O viejos enemigos.[Pincha aquí para leer el número anterior]
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