Perséfone 007: El fuego que regresa (III): Humo

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EN EL NÚMERO ANTERIOR: 
Perséfone ha descubierto el lugar en el que Edward y su colaborador, Tim Hartley, han llevado a cabo los experimentos que han convertido al último en un monstruo. Antes de poder reaccionar, ve como sus antiguos compañeros escapan dejándola encerrada.


***

¿No llevaba días quejándose? ¿No echaba de menos sus aventuras al margen de la ley? Pues ahora se encontraba al margen de todo, sepultada  bajo esa vida normal que había pretendido recuperar, bajo el edificio donde impartía clases. Maldijo a Edward, ese Nerón de pacotilla adicto al fuego, a Tim y el monstruo en que se había convertido, a Bayley porque, por mucho que lo buscara y debía llevar haciéndolo años, nunca encontraría la trampilla. Incluso si lo lograba, no sería capaz de abrirla. Y se maldijo a sí misma por dejarse utilizar, si es que no aprendía.
No perdió el tiempo empujando una trampilla que no tenía fuerzas para abrir y descendió por la escalera de metal a oscuras, hasta que sus pies tropezaron con el suelo del pozo. Buscó en las paredes el interruptor para encender la luz, pero no consiguió encontrarlo y avanzó entre las tinieblas, tanteando las paredes hasta que le llegó el resplandor del fuego que ardía junto a una de las paredes de la caverna.
Tuvo que aspirar profundamente el aire viciado con olor a azufre para conseguir tranquilizarse. Edward los atraía a todos como un gigantesco sol, giraban a su alrededor sin poder evitarlo. No era el magnetismo que había tenido Hades: su retorcido sentido de la justicia, de hacer siempre lo que consideraba correcto, que justificaba todas sus acciones, era lo que irradiaba el deseo de seguirle. Con Edward te dejabas arrastrar por su calidez y su entusiasmo, sintiendo que no hacías nada importante, que estabas jugando. Y nadie lo odiaba, nadie lo buscaba para pedirle explicaciones porque todos eran conscientes de que estando con él era fácil quemarse. Era un riesgo que aceptaban al seguirle. «Si crees que te voy a perdonar por esto es que no me conoces». Maldijo a Edward de nuevo y al calor que parecía aumentar a cada segundo mientras buscaba su bolso chamuscado, que había dejado en el suelo. Algunas cosas habrían quedado inservibles, pero algo se podría aprovechar. ¿Y de qué se preocupaba? Tenía a su disposición un laboratorio equipado allí mismo, con un poco de suerte podría preparar el suficiente explosivo para hacer volar la trampilla en mil pedazos.
Tener un plan de acción le daba confianza y se entretuvo examinando la cámara abovedada. En un rincón habían dispuesto un camastro donde debía haber dormido Tim. Olía mal, a orín y basura descompuesta, contrastaba con la limpieza excesiva del laboratorio. Estaba clara cuál había sido la prioridad del genetista y sus notas no hicieron más que corroborar aquella primera impresión.
Tim había dejado constancia de todos sus progresos en una grabadora. Perséfone empezó a escucharla desde el principio, cuando la voz del joven sonaba ilusionada, comentando sus primeros experimentos. Avanzó deprisa la grabación y fue notando como la voz cambiaba, se hacía más madura y también más cansada, con un cierto nerviosismo que ya no era de entusiasmo sino de miedo. Durante mucho tiempo había manipulado animales antes de decidirse a hacer las pruebas sobre su propio cuerpo.
El cambio que se produjo después de ese momento fue mucho más acusado. No era lo que decía, Perséfone no entendía ni la mitad de las fórmulas que mencionaba, era el tono de su voz. Nunca había pensado que podía definir tanto a una persona la forma en que sonaba su voz. Al principio los cambios eran mínimos, se le notaba impaciente por ver los resultados, ansioso al comprender que todo avanzaba mucho más lento de lo que deseaba; después los nervios y las dudas fueron desapareciendo, la voz ganó en seguridad, pero también se volvió más grave, iba enronqueciendo a medida que transcurría el tiempo hasta que dejó de parecer humana; también cambió el discurso, las frases que pronunciaba eran cada vez más cortas y se interrumpían con frecuencia, en algunos momentos solo se oía el sonido de su respiración, como si le costara pronunciar cada palabra. Al final lo que oía eran gruñidos. Perséfone se estremeció. ¿Qué quedaba de su antiguo compañero en ese monstruo? Le había parecido distinguir la conciencia en sus ojos, pero no podía estar segura. Se concentró todo lo que pudo, creía percibir palabras entre los gruñidos, pero eran imposibles de entender. Los cambios físicos habrían afectado a sus cuerdas vocales igual que los huesos de sus manos se habían arqueado hasta parecer garras. Apagó la grabadora, incapaz de seguir escuchando más, y continuó inspeccionando la zona. Encontró la nevera que había mencionado Edward, dentro había comida para varios años. Tim Hartley se había enterrado en vida para hacer realidad el sueño de otro.
También debía ser su sueño pero, sin embargo… sabía lo fácil que era dejarse arrastrar por los de los demás. Perséfone no sentía lástima por él, cada uno llevaba encima el peso de las elecciones que había tomado, pensaba en ella misma. ¿Acaso no se había encerrado también? Fingiendo ser de nuevo Pat Fisher, volviendo a la universidad para pasar casi todas las horas del día en ella, durmiendo en un apartamento en el que aún no había desembalado sus cosas, que no era mucho mejor que ese camastro. «Empezar de nuevo es un error. No puedes empezar. Puedes cambiar o seguir adelante y no he hecho ninguna de las dos cosas».
Un zumbido apartó sus sombríos pensamientos y la hizo levantar la cabeza. En el silencio de la caverna resonaba como un millar de tambores y tardó unos minutos en encontrar de dónde procedía. Rebuscó entre la ropa que había en desorden junto al camastro y encontró un pequeño transmisor. Apretó el botón y la voz de Edward, alegre y musical, salió del aparato.
—Querida, ten cuidado si intentas volar la trampilla. Está blindada, por supuesto, y puedes desmoronar todo el edificio antes de conseguir abrirla. No quisiera que te pasara nada. ¡Disfruta!
Edward cortó la comunicación sin darle tiempo a responder y Perséfone fue incapaz de establecer de nuevo contacto con él… o la estaba ignorando adrede.
Se preguntó si Tim habría sido un loco o un prisionero, si había intentando salir de allí alguna vez.
«Lo más probable es que ni lo pensara. Él deseaba estar aquí y yo no quiero. ¿Dónde estaré exactamente? El pasillo giraba hacia el norte. ¿Cuántos metros? ¿Cuántos edificios quemaste, Edward? No eres precisamente discreto… Y de todos. ¿Cuál tendrá los cimientos tan profundos como para poder permitir… esto?
El rectorado, por supuesto. El costoso edificio diseñado por Horace Turn y pagado por Philip Lutrell, el padre de Edward. Enorme, sobrio y pesado. El pilar sobre el que se sustentaba la universidad era bajo el que Edward había dispuesto todo aquello. Se había quejado de que era feo y gris, pero esa era su ventaja, nadie había adivinado lo que se escondía debajo.
—No quemaste nada por casualidad, ni por hacer daño, ni por diversión… todo formaba parte de un plan. ¿Cómo no pude verlo?
Y entonces pensó que el incendio del día anterior también tendría un motivo, porque podían haber entrado cualquier noche, sin necesidad de que el campus estuviera desierto y acordonado. Las clases habían sido suspendidas… Nadie la echaría de menos hasta que se reanudaran. Incluso entonces… ¿sería tan extraño? Ya había desaparecido una vez y Edward podía inventarse cualquier cosa para justificar su ausencia. Nadie la buscaría, nadie se preocuparía por ella.
«Solo me tengo a mí misma… ¿Y cuándo no ha sido así? Si es que soy tonta. Veo las cosas, pero no las observo».
Se dejó caer en el suelo, apoyada la espalda contra una de las paredes, lo más alejada posible del fuego que no había dejado de arder, la única luz que había en la estancia. El techo se perdía en la oscuridad y no llegaba a ver la clave de la bóveda. Rebuscó en el bolso buscando una linterna, funcionaba, aunque su haz era demasiado débil para iluminar tan alto. La dejó caer y encendió un cigarrillo, aspiró el humo y dejó que saliera de sus labios en forma de círculos que se alejaban flotando hasta que se desvanecían. El fuego la hipnotizaba, las llamas se elevaban y ennegrecían las paredes que tenía más cerca. ¿Hacia dónde iba el humo? Estaba en un espacio cerrado ¿por qué no había una nube oscura sobre su cabeza? Como la de Ernépolis… Sacudió la cabeza, reacia a perderse en recuerdos, y se levanto para inspeccionar la pared junto a la que se ubicaba el horno, la más cenicienta de todas.
No le costó mucho dar con el extractor, situado a media altura y oculto por las llamas; sin embargo se veía con claridad que el humo se alejaba por allí. ¿Y hacia dónde iba? La abertura parecía lo bastante grande para entrar por ella, pero podía estrecharse más adelante y encontraría también el problema del ventilador. Y tendría que llegar hasta él, aunque eso no creía que fuera difícil, las paredes eran rugosas y presentaban muchos puntos de apoyo, aunque debería subir a ciegas porque el agujero estaba detrás de las llamas. Tenía que apagar el fuego.
A pesar de que se quedaría a oscuras, la idea le gustó. Nada podría fastidiar más a Edward y, aunque él no se enteraría, era una pequeña victoria moral. No le resultó difícil hacerlo, el sistema que lo mantenía encendido era muy sencillo y bastó desconectar el gas que alimentaba las llamas. Aún tardaron mucho tiempo en consumirse, de todas formas ya no tenía ninguna prisa y aprovechó para prepararse, se ajustó la linterna frontal en la cabeza, alumbraba poco más allá de su mano, pero sería suficiente para la escalada. Se ajustó el bolso para no perderlo y esperó. Las horas se le hacían eternas, nunca antes había deseado con tanta intensidad que las tinieblas la rodearan. Sintió frío y eso la reconfortó. No estaba segura de lo que iba a hacer, pero eso no la detuvo. Se quedó aún unas horas en la oscuridad, con la linterna apagada, esperando que la pared se enfriara, ni siquiera se le ocurrió comer algo. Estaba demasiado nerviosa.
«¿Cuánto tiempo llevaré aquí abajo? Edward, Edward… esta vez cuando te encuentre no te vas a salvar con una sonrisa».
Tocó la pared antes de empezar a subir; aún estaba caliente, pero ya no quemaba, la temperatura había descendido mucho. Ascendió a oscuras hasta que encontró la abertura por donde antes escapaba el humo y consiguió quitar la rejilla dando un tirón. Se introdujo en el hueco con dificultad. Las paredes estaban inclinadas y se resbalaba, pero se las arregló para avanzar gateando. Unos metros más adelante la esperaba el ventilador, percibía el sonido y el viento que la arrastraba era cada vez más fuerte. Se detuvo, el aire tiraba de ella aunque no quisiera. Se ladeó y apoyó las piernas contra la pared, para encajarse en el tubo y mantenerse quieta. La linterna aún no lo iluminaba pero sabía que el ventilador no estaba muy lejos.
Rebuscó en el bolso buscando una granada. Era la última, tenía que acertar justo en el centro y rezar para no encontrarse más cerca de él de lo que había calculado. Esperaba no cargarse tampoco el tubo que iba a ser su vía de escape. No llegó a dudar, si dudaba no se decidiría. Lanzó la granada y se cubrió la cabeza con las manos, un reflejo que no impediría ningún daño si la explosión la alcanzaba. El tubo tembló y por un instante temió salir volando. Flexionó las rodillas, apoyándose con toda la fuerza que tenía. El sonido del ventilador había cesado, levantó la cabeza y vio que el humo de la explosión la rodeaba, pero nada más. Se obligó a esperar unos minutos antes de continuar, el tubo se estrechaba un poco detrás del ventilador pero podía arrastrarse por él. Tosió, le costaba respirar, el humo se había quedado concentrado en el tubo sin encontrar una vía de escape.
Eso no le pasaría a ella.
Pararse era perder el tiempo y ya estaba muy cerca, o eso se decía para animarse. Al menos notaba que iba ascendiendo, aunque el tubo no iba en línea recta, sino que se perdía en giros y recovecos que conseguía pasar con dificultad. Perdió la noción del tiempo y se arrepintió de no haber comido nada. La tentación de pararse y descansar un rato era muy fuerte, pero aguantó y siguió adelante. Llegó un momento en el que escuchó sonidos a lo lejos y su corazón empezó a latir con fuerza. ¡Estaba tan cerca! Reprimió el deseo de ponerse a gritar para que la rescataran y prestó atención a los sonidos. Pasos y arrastrar de muebles, o eso parecía. Le extrañó. Al subir un poco más empezó a distinguir murmullos que pronto se convirtieron en voces conocidas.
—Genial. Exiliados al sótano del rectorado. ¿No había otro sitio peor?
—Vamos, Algernon, solo será hasta que terminen de restaurar el edificio.
—De todas formas podrían habernos buscado algo mejor. ¡A Bayley le han dado un despacho en la tercera planta!
—Bayley huele a futuro rector y nosotros… nosotros no contamos.
Perséfone escuchó bufar al profesor Algernon, las voces se iban haciendo más débiles, se alejaban hasta que dejó de distinguirlas. Se dijo que no era el momento de suspirar de alivio, que todavía estaba gateando por un tubo en el que cada vez le costaba más respirar… pero le apetecía. Tenía calambres en los brazos y le dolía un tobillo, sin embargo ahora avanzaba con una sonrisa en los labios, las voces quedaron pronto detrás de ella y se preocupó. El tubo no parecía tener una salida cercana, aunque no podía estar muy lejos de la superficie. Aún tuvo que avanzar un buen rato hasta que un débil resplandor a lo lejos le indicó que ahora sí que estaba cerca.
El final del tubo era una rejilla a ras de suelo, a espaldas del edificio del rectorado, que apartó sin gran dificultad. Sin embargo no salió, se quedó dentro del tubo, la luz del día la deslumbraba después de tanto tiempo en la oscuridad y esperó hasta que se acostumbró a ella. Cuando salió tardó un momento en reconocer dónde estaba, el edificio estaba rodeado por un amplio jardín y apenas pasaba gente por allí. Aún no se habían reanudado las clases y solo veía a lo lejos algunos profesores que estaban trasladándose a sus despachos provisionales desde el edificio que había ardido… ¿había sido el día anterior? Le parecía que habían transcurrido años… Desde allí no podía ver a los operarios que estarían reconstruyéndolo, estaba al otro extremo del campus.
Era como si todo hubiera estado planeado. ¿Lo estaba? Había desencajado la rejilla con tanta facilidad, ¿por qué el tubo era tan grande como para que una persona cupiera por él? Quizás debía haberse hecho las preguntas antes de meterse por él, pero ya era una costumbre pensar las cosas cuando ya nada tenía remedio. Un objeto apoyado en la pared atrajo su atención y se acercó a él, sin decidirse a tocarlo. Su bolso. Se agachó y lo examinó con cuidado, inspeccionando su contenido. Todo parecía estar en orden. Se abrazó a él y se dejó caer al suelo, agotada. Hundió la cabeza entre las rodillas, el estrés que la había mantenido en pie había desaparecido y ya no podía más.
Sin embargo no podía bajar la guardia, aunque en la universidad hubiera poca gente, no estaba sola. Escuchó los pasos acercándose y su mano se hundió en el bolso mientras seguía con la cabeza agachada.
—¿Te encuentras bien, Fisher? —una de sus compañeras se había acercado. Llevaba una caja en las manos y atrajo la atención de otros dos profesores. Perséfone sacó la mano del bolso y ensayó una sonrisa de circunstancias. Tendría que dar explicaciones. No quería ni pensar en su aspecto, llena de hollín por todas partes.
«Edward, te odio».
—Y yo me quejo de mi despacho —el profesor Algernon se había acercado y soltó una carcajada—. A Fisher la han metido en una chimenea.
—No sé cómo será el suyo, profesor, el mío desde luego era el más sucio. Estoy agotada. No podía ni respirar allí dentro —levantó la cabeza y su voz sonó desafiante, más de lo que hubiera querido. Sus compañeros retrocedieron un paso y no hicieron más preguntas. Algernon le guiñó un ojo. Ese viejo estúpido le había echado un cable y tendría que devolvérselo.
«Y yo solo intentaba ser amable. O casi. Creo que necesito práctica».
Esperó a que desaparecieran de su vista antes de levantarse. Era mediodía y el sol brillaba en el cielo. Podía volver al edificio vacío de las aulas y buscar un aseo para adecentarse un poco o podía olvidarse de su aspecto y simplemente volver a casa. Su pequeño apartamento con las maletas sin deshacer que en ese momento se le semejaba un paraíso. Decidió no perder el tiempo, sabía cómo pasar desapercibida, ocultarse entre las sombras, agachar la cabeza para que no te miren. Y había muy poca gente en el campus. Fuera de él, nadie la conocía.
Se alejó despacio, cojeando, sin preguntarse en qué planta le habrían dado su despacho provisional. En ese momento la universidad le parecía algo muy lejano, otra vida que no era la suya. La vida de otra persona. Edward había formado parte de esa otra vida y Perséfone no tenía claro si quería volver a encontrárselo o si prefería no volver a verlo nunca. Desde luego, si se lo cruzaba, él no iba a pasarlo demasiado bien.
Tuvo suerte y no se encontró con ningún conocido en su camino. Tampoco volvió hacia atrás la cabeza y no se dio cuenta de que, desde la ventana del tercer piso, alguien la observaba.

EN EL PRÓXIMO NÚMERO:
La Universidad de Blugdor retoma su actividad tras el incendio mientras Perséfone se plantea lo fácil que es reencontrarse con viejos aliados. O viejos enemigos.

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